Una flor amarilla para Gabo
Lo han contado algunos de sus mejores amigos. Su ausencia en actos importantes, ese silencio ante los acontecimientos del mundo de los que antes hubiera largado una imponente parrafada, la falta de noticias sobre su obra, la negación, en suma...Todo eso ha alentado la sospecha, ya confirmada, de que Gabriel García Márquez pueda padecer el mal del siglo, el Alzheimer, contra el que lucha, probablemente, repitiendo una misma frase, haciendo algunas preguntas ya estudiadas. Ahora mismo todavía rememora sin errores apenas el tiempo pasado, y es capaz de remontarse a su infancia, cuando habla con la gente que le visita o con su familia. Pero sabemos, por desgracia, que eso tendrá una duración limitada. Esas repeticiones se convertirán en silencio. Esa memoria lejana será el olvido. Llegará el día, que ojalá tarde mucho, en que Gabo no sabrá que escribió "Cien años de soledad", quizá la novela más influyente de toda la literatura hispanoamericana. Tampoco sabrá que es el autor de los cuarenta y un cuentos que ahora ha recogido Mondadori y ha publicado en fechas recientes. Cuentos que escribía con su talismán sobre la mesa: una flor amarilla, quién sabe si recién cortada en algún jardín de Macondo.
García Márquez no lo sabe, pero sospecho que ese mal tiene algo que ver, porque siempre suele ser así, con ese gran dolor que le produjo la pérdida de su hermano. O con los dolores de toda la vida, quizá el sufrimiento de padecer un cáncer linfático que, aunque superado, deja la secuela del miedo a la enfermedad, la humillación de sentirse tan débil y cansado ante la enfermedad misma. No han bastado los años de escritura, los discursos, el activismo político, su familia, su gente, su país, en el que se le considera un héroe, patrimonio nacional. Por eso nadie habla ahora abiertamente de su desmemoria, de su olvido, como si fuera una forma de conjurar un futuro aún más incierto que el presente. Pero hay algo que todos reconocen y que es la seña de identidad de esa enfermedad que lo aflige: la mirada. En la mirada está la huella más clara de su dolencia. En su mirada, que no mira ya hacia fuera, sino hacia dentro, hacia un abismo insondable que los demás no podemos asir, que desconocemos totalmente. Conozco esa mirada, sé cuál es esa mirada, es una mirada sin retorno. Una mirada que ya no ríe, que no expresa nada o quizá solamente asombro, recogimiento ante el asombro de una realidad que ya no tiene nombres.
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