Dedicatoria: a los niños y niñas del Averroes
El patio de recreo era enorme, gigantesco. Estaba cercado de una valla de alambre, provisional, que dejaba ver el campo alrededor y las casas que ya empezaban a construirse y que, andando el tiempo, lo rodearían completamente. En el patio no había sombra, el sol caía de plano, únicamente aliviado en la zona del porche, estrecha y alargada. Por eso, los niños decidieron que había que plantar árboles, pues ese barrizal les resultaba poco atractivo para jugar, incluso no eran capaces de recorrerlo entero ni mucho menos llegar hasta el final, a la zona en la que quedaban todavía restos de la obra de construcción, ladrillos rotos y piedras sueltas. Fueron los niños los que dijeron a los maestros que ese patio sin árboles les parecía muy triste y además no les dejaba pasear ni jugar a gusto, pues el sol era muy molesto durante muchos meses del año.
Así que, de acuerdo con algunos maestros, buscaron en un vivero cercano unas bolsitas con pinitos para plantar. Todo se preparó a conciencia. Se buscaron muchas bolsitas que pagaron los padres de su propio bolsillo, pues sus hijos les habían contagiado el entusiasmo. El día dispuesto para la plantación resultó que llovía, porque era uno de esos otoños extraños en que la climatología y la geografía son la misma cosa, así que hubo que aplazarlo, con la consiguiente desilusión de todos y el disgusto del director, que tenía guardados los pinitos en un cuarto al lado de la sala de profesores y oía las quejas de algunos por el sitio que ocupaban las bolsitas. En el segundo intento hubo suerte.
Amaneció un día espléndido de sol y, desde muy temprano, todos, o casi todos, porque siempre hay alguien que se pregunta ¿y esto para qué sirve? ¿No es mejor que yo siga haciendo mis cuentas de multiplicar como todos los días?, casi todos, digo, se dispusieron a convertir el patio en otra cosa. En realidad, no podemos llamarlo patio, más bien, campo cercado, recreo salvaje o algo parecido. Un día hasta salió en la prensa porque, al no tener vallado, sino un pequeño alambre roto por algunas zonas, se llenó de ovejas que pasaban por allí y decidieron darse una vuelta por el interior, a saber si aquello no era una antigua cañada y los animales buscaban lo que había sido suyo antes, como aquellos elefantes de una película, no recuerdo ya el título.
Se cavaron unas zanjas y se preparó el suelo. Los niños habían llegado equipados con monos, delantales, gorros y guantes de goma. Tenían cubos de plástico, palas, picos, tijeras de podar, en fin, instrumentos de todas clases que manejaban los mayores, pues a los pequeños sólo se les permitía utilizar la tierra y esas pequeñas palitas de la playa con la que suelen hacer castillos de arena. En los huecos arados se colocaron las bolas de tierra con las raíces de los pinitos y ya sólo hubo que calcular las distancias, tapar los agujeros, cuidar de que no se amontonaran en un solo espacio…
Los niños, desde aquel día, pasaban horas contemplando sus pinos, pues cada uno sabía muy bien cuál había plantado. Animaban a las plantas a crecer con sus comentarios y las regaban, incluso hubo quien se pasó con el agua y ahogó al pobre pinito. Pasados unos meses se vio que muchos de esos pinitos no iban a crecer nunca y alguien dijo que las plantas de los viveros son un engaño, que no sirven para nada. Sin embargo, una docena de pinos logró salir adelante, crecieron y allí continúan todavía, incluso ahora, cuando ya el patio tiene pistas deportivas, es un patio de verdad, no transitan ovejas y los maestros que hicieron posible aquel milagro, y los niños que creyeron en él, ya no están, ni se sabe por dónde anda cada uno.
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