Gente muy importante
Dedicado a Juan José, Juan Eduardo, Juan Diego, Juan Ortiz, Juana Pérez, en la antesala de la noche de San Juan. Y a la memoria de Juan Palma.
Las rosas de Francisco
¿Qué pasa con las rosas? ¿Quién arregla estas rosas que siempre tienen la misma frescura? ¿Quién prepara los setos de flores, retira las hojas secas, limpia los arriates y ofrece siempre esta imagen de blancura?
El conserje del colegio se llama Francisco. En él descansan la mayoría de las tareas que hacen aquí la vida más agradable. Francisco nunca tutea a los maestros, ni aún a los más antiguos. Hace siempre su trabajo en silencio, despacio pero con firmeza, omnipresente en las dificultades, atento a que nada falle, a que todo se mantenga en su sitio. Nos conoce a todos. Sabe de nuestros defectos y virtudes, como un observador imparcial y silencioso. Distingue nuestras voces en medio del barullo y hace siempre al hablarnos una pequeña inclinación de cabeza.
Sin Francisco, el colegio no sería el mismo. No tendría esta hermosura de jardín, tan cuidado, con sus rosales y sus árboles, sus macizos, sus setos, sus esquinas rematadas con macetas de colores. Sin Francisco, las puertas no encajarían tan perfectamente, no estarían pintadas de un alegre color amarillo, no brillarían a la luz del sol. Si Francisco faltara, no tendríamos a quien pedir mil y un utensilios de todo tipo, cosas que nos hacen falta en un momento y que, milagrosamente, aparecen desde la caja de herramientas de Francisco. Francisco es el guardián del colegio, mientras esté aquí nadie asaltará sus muros, ni forzará la verja y así, los lunes, en la vuelta, podremos entrar con la tranquilidad de que la fortaleza ha estado a salvo.
Los niños lo saben. Por eso aprenden, sin que nadie tenga que enseñarles, que las flores no se deshojan, que los setos no pueden pisarse, que la basura tiene que ir a la papelera porque ¿cómo ensuciar el camino de pequeñas piedras que Francisco hace terminar en cada uno de los bancos de hierro del jardín?. Los niños saben que los almendros florecen muy pronto y que sus flores son blancas y rosadas. Conocen el ciclo del azahar, que, en los días cercanos a la romería del Rocío, se abre y se esparce por todo el espacio que rodea los naranjos. Los niños han aprendido los nombres de los árboles, pues, a instancias de Francisco, un maestro ha realizado unas pequeñas tarjetitas plastificadas en las que constan los nombres, algunos en latín. Las tarjetas están colocadas en uno de los extremos de los árboles y plantas: todos los niños, incluso los del parvulario, las miran y leen siempre que pasan por allí.
Una vez, cuando se cumplieron 25 años de la apertura del colegio, hubo una fiesta y a Francisco le dieron una placa. Nadie más tuvo reconocimientos, ni el director, ni los maestros, ni nadie. Sólo en Francisco coincidieron todos: sin él, las cosas hubieran sido más difíciles. Cuando le entregaron la placa, a Francisco le llegó el momento de hablar. Subió al escenario que se había montado en medio del patio rodeado de las rosas de todos los colores que, en la noche de junio, estaban abiertas y perfumaban el aire. Una vez arriba nos miró a todos con gesto de no entender nada, de no saber por qué se le premiaba si sólo había hecho su trabajo. Así que recogió su placa y se acercó al micrófono. Carraspeó, tosió y dijo: “gracias”. Y se bajó del escenario.
¿Qué pasa con las rosas? ¿Quién arregla estas rosas que siempre tienen la misma frescura? ¿Quién prepara los setos de flores, retira las hojas secas, limpia los arriates y ofrece siempre esta imagen de blancura?
El conserje del colegio se llama Francisco. En él descansan la mayoría de las tareas que hacen aquí la vida más agradable. Francisco nunca tutea a los maestros, ni aún a los más antiguos. Hace siempre su trabajo en silencio, despacio pero con firmeza, omnipresente en las dificultades, atento a que nada falle, a que todo se mantenga en su sitio. Nos conoce a todos. Sabe de nuestros defectos y virtudes, como un observador imparcial y silencioso. Distingue nuestras voces en medio del barullo y hace siempre al hablarnos una pequeña inclinación de cabeza.
Sin Francisco, el colegio no sería el mismo. No tendría esta hermosura de jardín, tan cuidado, con sus rosales y sus árboles, sus macizos, sus setos, sus esquinas rematadas con macetas de colores. Sin Francisco, las puertas no encajarían tan perfectamente, no estarían pintadas de un alegre color amarillo, no brillarían a la luz del sol. Si Francisco faltara, no tendríamos a quien pedir mil y un utensilios de todo tipo, cosas que nos hacen falta en un momento y que, milagrosamente, aparecen desde la caja de herramientas de Francisco. Francisco es el guardián del colegio, mientras esté aquí nadie asaltará sus muros, ni forzará la verja y así, los lunes, en la vuelta, podremos entrar con la tranquilidad de que la fortaleza ha estado a salvo.
Los niños lo saben. Por eso aprenden, sin que nadie tenga que enseñarles, que las flores no se deshojan, que los setos no pueden pisarse, que la basura tiene que ir a la papelera porque ¿cómo ensuciar el camino de pequeñas piedras que Francisco hace terminar en cada uno de los bancos de hierro del jardín?. Los niños saben que los almendros florecen muy pronto y que sus flores son blancas y rosadas. Conocen el ciclo del azahar, que, en los días cercanos a la romería del Rocío, se abre y se esparce por todo el espacio que rodea los naranjos. Los niños han aprendido los nombres de los árboles, pues, a instancias de Francisco, un maestro ha realizado unas pequeñas tarjetitas plastificadas en las que constan los nombres, algunos en latín. Las tarjetas están colocadas en uno de los extremos de los árboles y plantas: todos los niños, incluso los del parvulario, las miran y leen siempre que pasan por allí.
Una vez, cuando se cumplieron 25 años de la apertura del colegio, hubo una fiesta y a Francisco le dieron una placa. Nadie más tuvo reconocimientos, ni el director, ni los maestros, ni nadie. Sólo en Francisco coincidieron todos: sin él, las cosas hubieran sido más difíciles. Cuando le entregaron la placa, a Francisco le llegó el momento de hablar. Subió al escenario que se había montado en medio del patio rodeado de las rosas de todos los colores que, en la noche de junio, estaban abiertas y perfumaban el aire. Una vez arriba nos miró a todos con gesto de no entender nada, de no saber por qué se le premiaba si sólo había hecho su trabajo. Así que recogió su placa y se acercó al micrófono. Carraspeó, tosió y dijo: “gracias”. Y se bajó del escenario.
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