Nochebuena en La Isla


 La cosa empezaba días antes con las compras y con el canto de villancicos. Cual si se tratara de una orquesta, la madre y los hijos se sentaban por las tardes con sus panderetas y se ponían a cantar como locos todo el repertorio de la navidad, incluso en varias voces, no faltaba de nada en plan de música. Al tiempo, se iban comiendo de las bandejas los polvorones, los mantecados, las figuritas de mazapán, las almendras rellenas y el turrón. Había de todo en eso de comer, algunos muy glotones y otros muy delicados, a los que nada les gustaba. Pero el bullicio en la casa era manifiesto. Incluso se había adornado con anterioridad, con un estilo peculiar y muy propio de la familia, con árbol, belén, guirnaldas, adornos por todas partes y botes de esos de nieve para las ventanas. Era una locura. El portón de la casa siempre estaba abierto y la gente iba y venía, saludaba, cogía un polvorón o un delicatessen, y las más de confianza un vaso de café, ese café en vaso largo como en los bares, y los hijos también se movían de una casa a otra, de una casapuerta a la de al lado, y se subía a las azoteas en un alarde de valor pues seguramente hacía frío y esa niebla propia de la llegada de los bergantines a la costa. 


En esos años la ciudad no nos interesaba, ni las luces, ni las cabalgatas ni nada que fuera la tienda de los juguetes, donde la madre encargaba los regalos con tiempo de irlos pagando y en cuyo escaparate podías colocar la nariz y llevarte así horas y horas. Y todo el mundo sabía que los regalos llegarían con los Reyes Magos y no con un tipo vestido de rojo y blanco que se había colado en las celebraciones sin permiso. Los anuncios de la tele traían juguetes que nunca tendríamos, salvo alguna excepción, como el barco pirata o los juegos reunidos. Pero luego los Reyes nunca te traían lo que de verdad querían, hacían un gran esfuerzo sin embargo así que, para qué enfadarse con ellos. 

Por allí andaba la Paqui, Manolita, sus hermanos, la Loli, Pepa y Antonio que eran sus padres y otros pocos de hermanos, la Lucy y la Mame, su hermano Antoñito, las niñas de la peluquería, Encarna, María José, María del Mar, y las niñas de enfrente, las hijas de don Ángel, el único en la calle que llevaba el don por delante, y claro está, Antoñito el de la tienda, y sus padres, Isabel y Andrés. Un poco más lejos estaba Merceditas, y estaban Manoli y Miguelín. Y estábamos nosotros, los del 49, antes 45, muchos niños, mucho jaleo y padres que se desvivían porque tuviéramos de todo. Aunque lo mejor de entonces era la vida en sí misma, era vida plena, al aire libre, en la azotea, en la calle, en las casapuertas, en las tiendas, en el mercado que era la plaza nueva, en la librería Cervantes, en el club Mente Joven, en el cine San Fernando con Magdalena y con la pandilla por la calle Real, aunque eso fue más tarde. En la infancia más pura solo la calle Carraca era nuestro universo. 

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