El amor es una cabina de teléfonos



 Hacía frío, tanto frío. Era febrero y era carnaval. Y nosotros éramos dos jóvenes enamorados aunque no lo sabían. Todo el mundo entendía lo que pasaba menos nosotros. Éramos inocentes y sin experiencia. Éramos principiantes en todo aquello. No sabíamos que el ardor de la sangre tiene un nombre y no sabíamos que el amor, cuando llega, nunca arría las velas. Éramos dos amantes inconexos, sin buhardilla ni canción en francés, solo con un asombro tan grande que todo lo llenaba. Debería existir una alerta para esto, algo que te avise, que te diga que sí, que no pierdas la oportunidad, que no juegues con fuego, que el amor es algo que llega y se instala, pero que la ausencia lo convierte en baldío y lo baldío es nostalgia y es ausencia de nuevo. Éramos estudiantes y teníamos preguntas. Debiste hablarme claro. No sé si guardo aquella tarjeta postal de navidad tan críptica, en la que al final no aclarabas nada. Debiste hablarme claro. Ser sincero, dejar la timidez, gritar a todo el mundo que yo era el amor que había llegado. Pero no. No dijiste nada y los signos eran tan indecisos y yo tenía tanto miedo que aquello se convirtió en una asignatura pendiente. Aún la tenemos sin aprobar. Es tarde. Pero es un error. Literalmente soy una persona equivocada. Tú también. 

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