Vivíamos la una enfrente de la otra en esa calle larga y vivaz, sonora, que era nuestro paraíso. Las tardes de verano, cuando el aire se posaba en las esquinas y refrescaba los ambientes, cuando las casapuertas se abrían tras las siestas, Luna y yo cumplíamos el tácito rito del encuentro. Sin acuerdo previo, sin mensajes, sin avisos, sin gritos a través de las azoteas, sino usando únicamente la fuerza de la costumbre: un día en cada casa.
Cuando el turno nos llevaba a la suya su madre disponía, en una bandeja plateada con flores pintadas, unas rebanadas de pan con mantequilla y unos tazones de colacao fresco, que habían necesitado un buen rato para despejar los grumos. Las niñas cogíamos la bandeja con cuidado y nos sentábamos en un escalón del suelo que conducía al patio y allí podíamos pasarnos las horas, hasta que la oscuridad comenzaba a anunciarnos que era la hora de la ducha y de la familia. Un delicioso tête a tête quedaba así interrumpido hasta el día siguiente. La ventaja de las vacaciones, de no tener deberes, ni clases de cualquier cosa por las tardes, era esta: andar sin reloj a las horas más intempestivas.
Los días que tocaban en mi casa tenía yo que espantar primero a la horda de hermanos pequeños que me solía perseguir para enterarse de todo lo que yo hablaba o hacía. El soborno y la riña estaban permitidos como métodos disuasorios y de ese modo evitaba que se entrometieran en nuestras sagradas confidencias, que eran todas "de ropa tendida" por lo menos. Mi madre cumplía su deber de anfitriona y nos dejaba listos unos bocadillos de chorizo, de mortadela o de salchichón y un vaso de zumo, para marcharse luego a sus mil cosas: nunca descansaba y lo hacía todo a manos llenas.
Todas esas tardes estaban habitadas de un espléndido ambiente de susurros que a nadie más pertenecía ni importaba. En ocasiones no hacía falta hablar: bastaba una mirada o algún gesto para entender qué queríamos decirnos y qué no. Luna y yo escribíamos poesías a dos manos, doblando los papeles; leíamos los mismos libros, que cada cual interpretaba a su modo; veíamos las películas a la vez y llorábamos con ellas. Hasta quisimos a los mismos galanes, todos los cuales nos decepcionaron con igual contumacia. Lo nuestro era, hay que decirlo, una conspiración de las sonrisas.
Y, ahora que lo pienso, de algún modo sigue siendo eso mismo. En el teléfono, tras la imagen de una mujer de pelo oscuro con un pajarito en la mano, sigue apareciendo Luna extremadamente sonriente, y, sin bocadillos de por medio ni vasos de leche, cada vez que hablamos, que es muy a menudo, se anuda aún más un universo de afectos que parece tejido con tinta indeleble.
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