Una destrucción

 


Escribo mucho de mi plaza porque es (mejor dicho, era) un oasis de verde en el asfalto. Sus dos setos centrales, de forma cuadrangular, eran una sinfonía del verde. Sobre ella, los naranjos, siempre a punto para realizar su trabajo. Verde, verde, verde. Mirar por las ventanas o por los balcones era un ejercicio de verdor, de encuentro con la naturaleza. Era. En pasado. 

Hace algún tiempo observé que lo verde se estaba convirtiendo en sequedad y que desaparecía el seto, las hojas, los pequeños arbustos, todo, sustituido por un manto terrero y por hojas secas, achicharradas, muertas. Hablé con un responsable de aquello y me dijo que el sistema de riego no funcionaba. 

No he comprendido por qué algo tan evidente como que un trozo de verde, el único que hay por aquí, se va quemando por falta de riego, no enciende las alarmas y obliga a algo tan fácil como revisar el sistema de riego. La burocracia y el trabajo mal hecho matan las plantas, matan las esperanzas de la naturaleza, destruyen la única forma de que esta plaza dura, fría, nórdica, que alguien que no sabía nada de Triana inventó, fuera algo menos terrible y algo más llevadera.

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