Cármenes
Manuel de Falla, el músico gaditano, vivió un tiempo en un carmen de Granada. Quietud y olor a jazmín en una casa que dibujó con detalle Hermenegildo Lanz cuando el músico se marchó a cierta clase de exilio. En La Isla, la Virgen del Carmen procesiona entre esteros, con el fondo azul de la bahía y sones de banda de música. Las bandas de música tenían todas un aire militar y había una especie de rumor de fondo que se componía de marchas y que daba un aire solemne al paseo. Hay una pequeña pedanía entre olivos, Monte Lope Álvarez, que tiene por patrona a esta Virgen. No tienen mar, ni océano, a no ser que consideremos un océano ese mar de olivos sin final. Allí la gente parece entregada a otros afanes distintos a los nuestros, quizá porque el campo conoce lo esencial desde siempre. Cuando llegué a Triana, mi primera amiga se llamaba Carmen y tenía mucha gracia. Poseía un punto de vista original sobre todas las cosas y frases y palabras propias, de esas que nadie más usaba. Dejamos de vernos por esas cosas de la vida, sin peleas ni adioses, en un mutis quizá incomprensible y, desde luego, triste. En la quietud del barrio en el que vivo se nota rara la ausencia de la fiesta en día tan señalado, pero el ritmo de cada ciudad, de cada espacio, es diferente, y el Carmen siempre tiene colores azul mar y azul océano. La primera casa en la que viví, después de dejar a los dos años la bulliciosa Chiclana, estaba precisamente en la plaza del Carmen. De la plaza de España a la plaza del Carmen, da la sensación de que hay un hilo común en ese itinerario. Todo conduce a buscar a Matisse entre flores. Carmen, cármenes, en el calor de julio.
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