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Planicie verde--azul del océano


(Pintura Cecilio Chaves, Azoteas de Cádiz)

La casa tenía una enorme azotea. Era lo mejor que poseía. Porque era una casa humilde y sin blasones. Una casa sencilla, en una barrio antiguo y popular. Un barrio con arte, pero del arte no se come casi nunca. La gente vivía con tranquilidad su destino: trabajar mucho, ganar poco. Los hijos abundaban y también los abuelos. Las mujeres habían establecido una extraña complicidad entre ellas. Trajinaban continuamente, apenas les quedaba tiempo para sí mismas. Qué milagro el de esta amistad que ha sobrevivido a la muerte, que se contagiado a las propias hijas, que sobrepasa los límites de la distancia geográfica... Ya no existen vecinos como eso, nos decimos unos a otros. Y acertamos. No sé quién vive en el cuarto, ni conozco a la vecina que tiene su buzón al lado del mío, pero en aquella calle de aquel barrio nos conocíamos todos. 

La casa tenía una enorme azotea. Desde ella se contemplaba casi todo lo que importaba. El océano a lo lejos, los montones de sal en las salinas, las huertas del otro lado, las cúpulas de las iglesias, la pantalla del cine de verano. No hacía falta más en aquel entonces. Quizá tampoco ahora, no hace falta más. En la azotea podías soñar que vivías en una casa grande, en una casa hermosa, donde pudiera entrar el sol y a la que nadie le hubiera arrebatado su jardín. Se llevaron el jardín y nunca más regresó. Apenas puede recordar sus arriates, sus bancos de piedra, la esquina donde se colgaba una colcha de flores de ventana a ventana para recitar poemas o hacer teatro. Se llevaron el jardín y aún no lo ha perdonado. 

Lo mejor de la casa era la azotea y también el librerito blanco. Ella quería tener sus libros cerca, no desperdigados por la casa y la madre hizo el esfuerzo de comprarle su propia estantería. Era blanca y barata, el librerito blanco. Y allí fue colocando sus libros uno a uno durante la infancia, hasta que en la juventud decidió irse a vivir a otra ciudad en la que nunca habrá para ella ningún rincón que de verdad la acoja. Los errores se pagan con soledad y miedo. En una carambola del destino, años después, cuando la madre apenas podía recordar quién era y a quiénes había amado con locura, el librerito blanco se pintó de amarillo y ahí se colocaron los libros de la madre. No recordaba leer pero los acariciaba cada día. Ahí siguen desde que se fue para siempre. Años antes, también se había perdido la casa sin jardín y su azotea. 

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