La primavera es una cesta llena de libros


 /Foto C.L.B. Archivo personal/

Una de mis viejas amigas (viejas porque son de toda la vida) tiene siempre a flor de piel el deseo de encontrar un lugar tranquilo donde sentarse a leer y a tomarse una taza de té. Creo que lo del té es reminiscencia de nuestras lecturas inglesas, porque todas nosotras, ineludiblemente y sin razón alguna, tenemos en esa literatura una referencia constante. No solo hemos leído muchos libros de autores ingleses y estadounidenses sino que los comentamos y nos intercambiamos exclamaciones, interrogaciones y toda suerte de signos estrambóticos. Sentarse en un lugar tranquilo, a resguardo de los vientos y del sol inclemente, mientras el té se va enfriando y tú estás inmersa totalmente en el libro, es un sueño que ella expresa cada vez que se le pregunta qué desearía hacer en ese mismo instante. Y, tanto lo repite, que todas las demás pensamos que, en realidad, ella es una de esas muchachas de la campiña que viven en casas solariegas o en pequeños cottages y que tienen siempre una palabra de bienvenida al que llega y un beso al que se despide. Porque su deseo implica amabilidad, buen talante y simpatía. La simpatía, eso tan poco valorado a veces, pero que encierra no solo una muestra de carácter sino también de ingeniosa educación, de ineludible encanto. Mis viejas amigas disfrutan todas de un buen humor envidiable, tienen una variedad de sonrisas que valdrían para un catálogo pero, sobre todo, mantienen un deseo sencillo por la vida tranquila que es tanto como decir, como pregonar, lo que somos: buenas chicas de barrio con la virtud de poseer el secreto de las horas felices. 

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