Oh, esa chica
/Chica americana en Italia. Ruth Orkin/
Una vez saqué un billete de tren de esos que van a todos los lugares y me subí en mi estación amiga, la de al lado de casa, aquella a la que solía ir cuando esperaba a alguien o cuando no esperaba, y me marché en busca de alguna aventura que levantara el tedio del verano, un verano muy metido en levante, un verano que obligó a que la Virgen del Carmen se quedara en el puerto y no pudiera cruzar los fiordos atlánticos de los azules esteros que rodeaban mi casa.
Saqué un billete de tren y era la primera vez que iba a viajar sola, sin primas, sin amigas, sin familiares y sin chico. Esperaba que todos me dejaran tranquila y que el chico, uno nuevo, apareciera en cualquier recodo, cafetería, autobús o parque. Entonces yo era muy de parques, muy de andar, muy de subir y bajar escaleras, muy de escalar el mundo en tren o en autobús. Y muy de iglesias. Entraba en las iglesias a descansar, a dejarme llevar por su silencio, por su especial atmósfera, y miraba las imágenes haciéndoles preguntas y dejándoles ruegos.
Dejé el soleado sur para llegar a un norte húmedo pero de ahí continué hacia delante y llegué a otro sur más extraño para mí salvo por el cine. Un sur de cine de comedias. Un sur de un país junto a otro, un sur pictórico, en el que las lavandas y las lilas eran un tapiz perfecto y único, un sur con tiovivos en las plazas, con mesas pintadas de verdes y ventanas pintadas de azul, con camas anchas, blandas y con sábanas recién planchadas, un sur con quiches, con puentes, con restos romanos, con calas y con barcos a lo lejos.
Creo que buscaba entonces alguna clase de verdad, alguna explicación que pudiera servirme de guía para el futuro, alguna respuesta a todas las preguntas que me iba haciendo constantemente sin hallarles resuello. Buscaba algo, algo que no se despegara de las manos, que no me avergonzara, que no me hiciera sentir ausente, sola, despreciada o perdida. Creo que buscaba también esa clase de abrazos que son tan cómplices que surgen de cualquier sitio, de cualquier cuerpo, de cualquier situación. Creo que buscaba luz, luz al modo de los ilustradores, de los mágicos flashes de las cámaras de fotos.
El chico se llamaba César y era catalán pero estaba en ese sur lo mismo que yo, deambulando. Nos cruzamos en una calle en un mediodía de calor casi desértico, en una calle solitaria y en zigzag. Yo llevaba un vestido de gasa finísima de color aguamarina, aunque quizá tirara un poco a celeste. Ese fue uno de los vestidos que hubieran merecido ser guardados y, con el paso del tiempo, exponerlo en mis armarios como un vestido fetiche, un vestido con suerte. Tenía el escote de pico recorrido por un encaje del mismo color y sobre las mangas volvía a caer de nuevo el encaje, que se podía tocar sin dejar de percibir su suavidad, su fresca calidez. Llevaba un sombrero azul turquesa, unas sandalias blancas sin tacón y un bolso en bandolera. En ese bolso lo contenía todo.
¿Qué habrá sido de César? Después de aquellos días ninguno de los dos cumplimos la promesa de seguir en contacto. Creo que él tenía novia y yo no quería compromisos. Como siempre, huía del compromiso. Pero esos días, esos cuatro o cinco días en los que compartimos el olor a lavanda de los campos, el fresco despertarse de las sábanas, la huella firme del vaso de helado en la mesita, la música en el pueblo, en la plaza, el abrazo de los cuerpos y la unión de los ojos... esos días, cuatro o cinco a lo sumo, se convirtieron durante mucho tiempo en el espacio íntimo de los sueños que vuelven una y otra vez a asaltarnos. César y yo rompimos las reglas del idioma, avivamos el fuego de los besos y escribimos una página única que ninguno de los dos ha podido, estoy segura, borrar de su biografía.
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