Había un jazminero junto a la casa
(Foto: C.L.B.)
El jazminero había decidido escaparse. La casa de al lado lo había perdido y se encaramaba en la nuestra, como un visitante inesperado que hubiera encontrado su sitio. Buscaba el aliento de las plantas de nuestro huerto aromático, el perfume de la dama de noche, el sonido de las estrellas al reflejarse en las rosas. Había rosas de todos los colores, colores densos y colores abiertos, rosas de las de siempre y rosas con formas nuevas. Todo el jardín se mostraba como una enorme pintura que alguien hubiera compuesto inspirándose quién sabe en qué. Pero era el jazminero el que supo completar la mayor osadía y se asomaba sin aviso por ese jardín en el que se sentaban, al caer la tarde, en la hora indecisa del crepúsculo, las damas de provincia que tenían a bien conversar sobre los asuntos del día. Todas ellas eran infelices y todas ellas habían sufrido de amores. Pero el paso del tiempo las convirtió en serenas poseedoras de la sabiduría y rompió el hechizo que las condenaba a penar. No escribían penas con su charla sino alegres garabatos que se posaban en el rocío nocturno y que al despertar tenían forma de árbol. Esos árboles que tenían nombres en latín y que ninguna de ellas conocía de cierto. Las damas de provincia, se preguntaban, no suelen ser botánicas ni jardineras, más bien todas ellas andan con mucho respeto por entre el verde y las flores, no vaya a ser que su delicado olfato las avise de que una mirada en forma de flechazo ha cambiado el tono de sus conversaciones y las ha vuelto ligeras, ligeras, ligeras como plumas que flotan, lánguidas y ligeras como sus propias manos.
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