Dos niñas

 

La calle hace al final un gracioso recoveco y allí está la plaza. Una plaza rectangular, pequeña y muy garbosa. En uno de sus lados, la iglesia, con una portada sencilla y una hornacina con la imagen de la Divina Pastora. Las ovejas rodean a la Virgen y se escapan de su lado, quieren marcharse cuanto antes de allí y volver al campo. Enfrente de la iglesia hay una casa de comidas donde los marineros que desembarcan por algún tiempo tienen un refugio seguro, algo que les recordará a sus madres: comida casera, bien servida y barata. Y en el centro de todo una especie de parque de albero dorado para que los niños jueguen. Allí están ellas ahora, las dos niñas, saltando a la goma y moviendo de sitio las piedras para señalar el tocadé. Ninguna de ellas sabe que esos días de juegos compartidos serán, en el futuro, un asidero para la soledad, un fondo de armario para el abandono y las dudas. Ellas, ahora, bajo el sol del levante en calma, solo entienden de saltos y de risas, de quejas y de gritos, solo de ellas mismas, de su afán, de sus rodillas cuajadas de mercromina y de sus jerseys tiznados. Lo que es la vida.


Foto: Vivian Maier)

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