En septiembre

 


Desde que tengo uso de razón (qué hermosa expresión es esta) todos los septiembres han sido esperanzadores. Sin esperanza puede haber vida, pero es una vida peor, una vida plomiza y demasiado cansada. Mi palabra favorita es "esperanza" lo mismo que Esperanza era el nombre favorito de mi padre. Ninguna de sus seis hijas se llama así lo que quizá nos demuestre cómo fue un hombre cargado del peso de las sombras, aunque merecía la luz. 

Septiembre. El comienzo del curso escolar es lo mismo que tirar a la basura el pasado, los amores vencidos del verano, los dolores viejos, el aburrimiento de los paseos en soledad, el llanto en las azoteas, las llamadas de teléfono insulsas, las vacaciones que nunca salen en las revistas del corazón, la relación familiar (a veces, tan difícil), 

Eternamente alumna o profesora, septiembre trae cambios de casa, cambios de trabajo, cambio de compañeros, cambio de curso, cambio de ciudad, cambio de vida. Ese es el cambio necesario, el que aligera el aire y lo convierte en una espuma flotante, como aquella que encontró Boris Vian en los días y la dejó por escrito.

¡Qué ansiados reencuentros! ¡Qué belleza de tardes con la puerta de las confidencias abierta! ¡Qué noches robadas al último verano en las que hay voces nuevas que saben a futuras auroras! 

Así septiembre es el mes de los hallazgos. Un cumpleaños y un beso en un bar de carretera, una visión de la playa a oscuras cuando todos los veraneantes de han marchado, el esplendor de un puente sobre el río, una ciudad colmada de semáforos en verde...

Septiembre, alada realidad, búsqueda posible, incierto sueño. Si algún día esos septiembres son rutina, despertar en la nada, balcones que se cierran, tardes que se amontonan sin ecos que traigan ganas de reír o de soñarse enteros, si algún día las horas son siempre las mismas, sin horarios, sin luces, sin luchas, sin desatados encuentros en los pisos ajenos, si eso ocurre, oh dolor, oh septiembre perdido, oh vida malgastada, oh esperanza ausente, oh tan perdido todo...





(Imágenes de William Eggleston, ese genio que convierte en belleza el barrio más escaso de virtudes)

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