Palm Beach, FL, American Vogue, 1975 Foto de Arthur Elgort
Nada es para siempre. Tampoco el verano. Te quejas continuamente del calor y te prometes a ti misma que, cuando lleguen los fríos, vas a colocarte una bufanda azul de pura lana y no protestarás al salir a la calle. Ese terreno inhóspito donde todo sucede, donde todo se halla en constante cambio, no te recibirá de sorpresa porque, antes que eso, los cristales de la ventana habrán anunciado el feliz cambio. Se va el verano hasta el año que viene y llega el otoño, la estación de la verdadera poesía, la que augura el reencuentro con los amores, con la gente que en un interludio húmedo y caluroso ha desaparecido momentáneamente de tu vida. Cuando el otoño representa algo nuevo, el otoño renace en un poema. Cuando indica que las cosas encajan y que tu vida cotidiana estará regida ahora por el horario, el otoño vuelve a convertirse en motivo de sueños y de lunas. Solo cuando el otoño es una estación más, cuando Vermont está lejos y cuando las películas no traen romances de verdad, entonces es cuando el otoño no tiene poeta que le escriba.
Todos estabais en el otoño renacido. En cualquier restaurante, en cualquier café, en cualquier rincón de la ciudad o el campo. En una ocasión llegó alguien con esos vaqueros gastados que le sentaban muy bien y una camisa blanca que podría haber llevado el mismo George Clooney. Y sonrió y la cafetería y sus mesas en la terraza rodeada de flores pareció otra cosa. Hubo otros septiembres pero eso tuvo un descubrimiento que terminó en tragedia aunque no lo sabías. En los septiembres de los correos electrónicos cargados de palabras que parecían algo sin serlo, también hubo momentos de camisas, momentos de canciones, momentos de poetas. Pero, al fin y al cabo, todo lo que comienza se termina y esto también. También este septiembre de abrasador silencio. Y muchas veces escribimos al unísono en un solo papel un poema compartido, renglón a renglón, verso a verso, como si fuéramos a rodar una película, y el contraste de blancos no existiera. Ningún contraste existía porque las cosas eran otras y nosotros los mismos. Incansables.
En esos coches, tantos de ellos rojos, hacia cualquier parte, en cualquier sitio, al atardecer, cuando la noche cerrada del otoño anunciaba lluvia, o cuando el sonido del motor escondía el ansia de los besos, en esos coches las conversaciones se han llenado de preguntas y ninguna de ellas ha sido contestada porque, al fin y al cabo, solo el amor es capaz de rellenar las hojas del cuaderno de rayas que contiene las dudas y esos coches tan rojos estaban ayunos de bolígrafos, de huellas y de huecos. Casi nada.
Lo peor de todo es que el otoño llega y no se echa de menos nada más que el lento transcurrir de las horas sin novedad, sin anuncios, ni timbres. Sin nada. Si no hay nada, mejor que la nada sea el sabor del batido de esas tardes.
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