Siempre me da envidia leer a Joyce Carol Oates
Me llama la atención ese aspecto de pajarito elegante. Y la franqueza de la mirada. No aparente tener dentro ese paisaje convulso de su propia personalidad, la que crea argumentos y personajes atormentados, difíciles; la que narra con pulcritud, atrevimiento y certeza, unas historias que no puedes dejar de leer.
Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938) está a punto de cumplir ochenta y cuatro años. Hasta hace poco enseñaba en Princeton. La vida escolar, el contacto con los jóvenes estudiantes, la ponía a cien. Hacía que su universo se contagiara de esa prisa cotidiana de un centro educativo. Al tiempo, escribía y escribe. Con una regularidad espartana. Con un trabajo de investigación previo que resulta envidiable. Planificación, búsqueda de fuentes, pistas, ciudades, personas, ideas. Todo ello se congela en sus ficheros hasta que lo utiliza en sus relatos y en sus novelas. Una tarea que ya está acostumbrada a realizar y que requiere concentración y discernimiento.
A sus alumnos, Oates les enseñaba a ser críticos con su propia obra literaria. Un escritor que no tenga la suficiente capacidad como para entender si lo que escribe es bueno o malo, sería para ella un escritor a medias. Su perfeccionismo tiene que ver con la mirada que dirige a la vida: amplia, global, detallista, aunque parezcan conceptos contrapuestos. Es una curiosidad que no cesa la que hace que, cuando se mueve en cualquier ambiente, anote mentalmente y, a veces, físicamente, todo aquello que le interesa para ser utilizado en sus libros. Tanto la gente importante, como la gente cotidiana. La vida es, al fin, lo que une a todos, parece decirnos.
Te guste o no su literatura nadie puede negar que es una retratista certera de la vida norteamericana de los últimos cincuenta años. Como un hiperrealista, como un observador frío e imparcial, como un fotógrafo que utilice el color a su antojo, las obras de Oates quieren contarnos lo que ocurre y, sobre todo, lo que significan esos hechos que suelen conducir la vida de la gente. Su acercamiento entomológico no disgusta, porque detrás de él hay reflexión. No se trata de narrar únicamente. También surge la pregunta, la duda, la disquisición pausada, a veces la incógnita. En ocasiones, la discrepancia abierta. Su sociedad es una y forma parte de los miles de retratos que Norteamericana proporciona.
Su eterna candidatura al Nobel de Literatura es la prueba inequívoca de lo absurdos que son los premios. Algo constatado y que todo el mundo sensato ya sabe. No creo que le preste la mínima atención a eso, ocupada como está en vivir y en escribir, dos acciones que se revelan, para ella, interrelacionadas.
La editorial Contraseña acaba de publicar en español este libro: "Violación. Una historia de amor". Un título tan fuerte como ambiguo, tan explicativo como dudoso. No importa. Comienzas a leer el libro y ya no puedes parar. Esa sensación de cosquilleo en el estómago que produce el amor, es también el que produce la literatura cuando te atrapa y te impide moverte de la silla. Al rato, te das cuenta de que has colocado la pierna en mala posición, que tienes la cabeza torcida o que hace frío. Da igual. Estás en la historia y no vas a salir hasta que acabe. Incluso después de cerrar el libro algunas preguntas te surgirán y volverás a interrogarte acerca de las cosas vitales que Oates relata: la capacidad del ser humano para progresar en su vida tras una tragedia, el odio y el amor mezclados, las apariencias, la adolescencia y sus visiones, la vergüenza, el amor maternal mal entendido, el oprobio, lo sucio, lo que nadie quiere contar ni nadie quiere escuchar. Cualquier fotografía de William Eggleston valdría para ilustrar este libro.
Teena Maguire y su hija de doce años, Bethie, una niña tímida y callada, vuelven de la fiesta del Cuatro de Julio hacia su casa y lo hacen, por deseo de la madre, cruzando un parque desierto. Es madrugada. No hay nadie. Ni luces, ni gente, ni sonidos. Vacío y silencio, suciedad, latas de cerveza, miedo. En ese entorno sucede todo. Unos jóvenes las agreden brutalmente, violan a la madre y golpean a la niña. Todo transcurre en media hora de locura. Y, a partir de ahí, las denuncias, los procedimientos legales, los hospitales, la desconfianza de la gente, las burlas y las chanzas, el acoso a las víctimas, las triquiñuelas de los abogados famosos, el dinero que cambia de manos, la desesperanza.
A partir de ahí, la especial relación entre el caso y el policía John Dromoor, que será uno de los que lleguen al lugar de los hechos en primer lugar, y que supondrá un elemento complejo y especial en todo esto. Es el personaje que moverá los hilos sin que nadie parezca advertirlo. El que, al fin y al cabo, introduzca un factor humano, con sus errores y aciertos, en la maquinaria imparable del sistema.
Cualquiera que haya leído a Joyce Carol Oates conoce su estilo. Directo, rápido, sin concesiones, abrupto, irresistible. Narra los hechos como si no pudiera dejar de contarnos un secreto. Disecciona los personajes abriendo puertas por las que nadie transita. Claridad y eficacia en el relato. Un talento único para resumir en pocas líneas lo que sucede, por muy complejo que sea. Y, sobre todo, su fraseo. Frases cortas, tajantes, como golpees en la mes, a veces con una o dos palabras, sin vuelta atrás, imposibles de rebatir, sonoras, decisivas. Es así como la escritura de Oates te envuelve y te hace partícipe de lo que está contando, aunque transcurra en un mundo geográfico muy lejano al tuyo o te cuente historias que nunca van a sucederte a ti. Incluso entonces, cierta clase de universalidad de emociones y sentimientos logra introducirse en tu pensamiento y, de esa forma, entiendes a los personajes y asimilas la trama. Es esa alusión directa a lo que todos los hombres compartimos lo que convierte a sus novelas en ejemplos claros de una humanidad tan terrible como generosa, tan compasiva como cruel.
Violación. Una historia de amor. Joyce Carol Oates
Editorial Contraseña
Traducción de Pepa Linares
Marzo de 2022
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