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El sol se asoma por cualquier rendija

 


(Fotografía de Nina Leen, 1957)

Siempre es una sorpresa que el sol se asome. Sobre todo en los días de intenso frío, en las postrimerías de la lluvia o cuando el invierno avisa de su llegada, solemne, terso y disputándose el honor de hacerte la vida imposible. Entonces el sol sorprende más, porque sus rayos, su luz, siempre parecen estar en disputa con la oscuridad y el desasosiego. Dicen que el sol es un alimento que el cuerpo no puede rechazar y la mente lo ansía en todas las latitudes, incluidas aquellas en las que es una rara avis, una manera extraña de aparecerse tras las montañas o las nubes. El sol se parece a una conversación en la que todo está transcurriendo de una forma plana, sin nada que la anime, sin que existan divergencias o disputas, ni tampoco esas exclamaciones que organizan el júbilo cuando surge. El sol se parece a esas palabras dichas con un enorme atrevimiento que rompen el hilo de lo hablado y que necesitan esculpirse en alguna clase de soporte, para que los siglos no las olviden, para que las contemplen desde lo alto del tiempo perdido. Eso es el sol, una rara atalaya desde la que contemplamos el pasado buceando en lo bueno y alejándonos de aquello que fue una puñalada o un cuchillo. Eso es el sol, un paraíso secreto que nadie más que tú conoce y que nadie más que tú cultiva en ocasiones, no siempre, desde luego, porque entonces sería todo de una nulidad sin límites. Es mejor que el sol se marche a veces y así, de ese modo inusual y firme, podemos reiterar la bondad de su llegada, el marfil de su presencia, el valor de su trote ligero y cargado de esperanzas. 

El sol se asoma por la terraza, cruza las ventanas, atraviesa sin dudarlo los cristales, se estrella sobre el suelo de mármol, acaricia las estanterías y los sofás, se pliega en la mesa de la cocina, abarca la vitrina donde está el cristal que parece refulgir y luego da la vuelta, pasa por la puerta de los cuartos de baño, se asoma a una ventana inopinada a la que nadie nunca se asoma (las ventanas ahora son solo miradores, ningún cuerpo se descuelga por ellas, ni se arrastran frigoríficos para lanzarlos al viento), se levanta de nuevo y ya está otra vez cabalgando al infinito. El sol es una película del oeste, una en la que el muchacho está cansado y triste, sin ganas y sin fuerzas, herido quizá en un hombro o una pierna, y entonces llega a un poblado minero y una chica de pelo oscuro, de ojos claros y manos enrojecidas del trabajo, se acerca a él cuidadosamente y cura las heridas sin pedir nada a cambio. 

El sol es también un lujoso paseo por un restaurante íntimo, en una de las orillas del Sena, la que prefieras, incluso sin orillas, donde un joven te espera vestido de camisa, como si fuera un actor de cine que no ha rodado aún su primera película y lleva una rosa roja en la mano a modo de saludo. O un libro, eso es el sol. O una gota de agua en la sed, eso es el sol. O un tiempo pasado que viviste más allá del sueño, eso es también el sol. O un amigo que te escribe una carta, echa la carta al correo y el cartero la trae sin dirección, porque los dos, el amigo y el cartero, lanzan la carta como un dardo, son una paloma mensajera. O una tarde en una librería, al sur de cualquier sur, buscando libros, hallando libros, leyendo títulos y enhebrando frases, y mirándote. Eso es el sol, sin discreción alguna, sin excusas ni párrafos laudatorios, sin exageraciones, sin blandenguerías que no importan a nadie. Como un cuadro impresionista, una canción francesa, un abrazo en el frío o una novela de amor, eternamente tuya. 

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