Pastel de zanahoria


El tiempo de la infancia se escribe en las cocinas. El olor de los guisos y los dulces, el sabor del pastel o del puchero, el tacto del pan recién cortado. El tiempo de la infancia se escribe en las cocinas. Ahí están las madres. Son las dueñas del tiempo en ese recinto en el que todo ocurre. Hay milagros. Según la época del año se pueden encontrar verdaderas sorpresas, algunas de las cuales se mantienen en ti, el perpetuo sabor que nunca se te marcha, a pesar de que las ausencias lo cubran del humo de las ollas. 

Ese dulce de zanahorias, por ejemplo, hecho de bizcochos de plantilla, zanahoria cocida y coco, mucho coco para cubrirlo, como un polvo mágico que no se escapa nunca de la mesa. Los días de dulce se abren con la cocina bien dispuesta, un paño blanco encima de los ingredientes, la cazuela cantando y las ventanas abiertas. Una mesa verde, grande, decorada con pintura antigua, unas imágenes que nadie sabe de dónde salieron, unas cenefas que parecen inglesas pero que están ahí, en la casa del sur, abierta al mar, vecina del poniente y del levante, amiga del viento sur, el de la lluvia y las tormentas. 

Una vez el pastel terminado (el "dulce" según la forma de nombrarlos de esta casa sureña) hay que dejarlo que repose, que espere, y esa espera es otra historia que hay que contar porque los más pequeños darán vueltas alrededor de la fuente, se acercarán con curiosidad y ganas y preguntarán continuamente: ¿Podemos comerlo ya? Y ese ya es una fiesta. Una fiesta que se repite cada vez que es posible y que, si mal no viene, la madre encuentra un hueco en los quehaceres para acercarse a comprar los bizcochos, airear las zanahorias y dedicarle una hora más al sistema continuo de trabajo que es su vida. Pastel de zanahoria, qué momento. 




Pinturas de Anna Ancher (Skagen, Dinamarca, 1859-1935) 

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