Buenos días, depresión

 


Los que estudiáis los efectos psicológicos de la pandemia quizá ya tenéis noticia de esta nueva estadística. El número de mujeres (hablo de ellas porque es lo que conozco) que, desde marzo de 2020, han entrado en una etapa de su vida que yo calificaría de "invisible". Y lo han hecho poco a poco, apenas sin darse cuenta y guiadas por una pulsión invencible: el miedo. 

Su situación la resume Francis Scott Fitzgerald en su libro "Retorno a Babilonia" porque ya sabemos que los clásicos tienen palabras para todo lo que nos ocurre: 

"No me di cuenta, pero los días fueron pasando uno tras otro y de pronto habían pasado dos años y todo se había ido, y yo también me fui"

Estas mujeres fueron dando muestras de lo que se avecinaba desde el principio. Cuando el gran cierre de mediados de marzo, corrieron a confinarse, dejaron de ver las noticias porque no las soportaban, y se engancharon a ver series de televisión, películas de cine clásico, canales de youtube, incluso a leer, aunque esas eran las menos porque la lectura exige un sosiego que no había. Las menos también mantuvieron cierto contacto social con los amigos a través del teléfono, pero lo fueron espaciando y terminando, ya que las noticias por esa vía tampoco eran agradables. Su pensamiento era este: no saldremos nunca de aquí, esto es el principio de algo que no tendrá final. 

En torno a los cincuenta y de ahí para arriba, estas mujeres viven solas en muchos casos, en otros ya se han quedado viudas, en otros tienen hijos mayores fuera de casa, representan el retrato de la invisibilidad femenina llegado a cierto momento. Y marzo del 2020 fue su definitivo golpe, el hachazo que les faltaba para esconderse del mundo. Las que sufrieron el miedo tuvieron la peor parte, porque el miedo, una vez asentado, no se va. Hubo quien pidió la baja en el trabajo, hubo quien pensé en jubilarse cuanto antes, hubo quien pidió asuntos propios, hubo quien resistió bajo la presión del susto continuo porque no tenía más remedio. 

Cesaron las peluquerías, las manicuras, se dejó de lado la revisión médica como norma, se temió porque no hubiera que ir al médico por ningún motivo, se silenció el teléfono y los medios de comunicación, se extendió la desconfianza en los políticos o en las instituciones. Se cerró la persiana de la vida. Ni depilación láser, ni arreglo de uñas ni de cejas, ni barras de labios, ni maquillaje. La ropa de la primavera quedó colgada sin usar. Los estrenos se aplazaron y no llegaron nunca. La calle se convirtió en un lugar inhóspito, en un enemigo. También las personas con las que te cruzabas. Nada de viajes, nada de ascensores, nada de hoteles, nada de bares. Nada de nada. 

Y, a pesar de que pasó el confinamiento, no cesó el miedo ni la desconfianza. Por eso las costumbres apenas variaron, porque es como si un lazo invisible las atara a la casa y a su entorno, impidiéndoles ver la luz del sol y salir a la calle. El miedo siguió siendo el elemento principal de su vida, el amanecer sigue siendo el peor momento del día. Las pastillas, el alimento necesario. Nada que hacer. Jubiladas, solas, sin trabajo, sin pareja, con los hijos lejos, la familia por ahí, motivos suficientes para no sentir que hay nada que hacer porque nadie te empuja, nadie dice "vamos". 

Un día de todos esos, sin avisar, sin llamar a la puerta, las mujeres del miedo notan que hay un nuevo habitante en la casa y lo saludan: Buenos días, depresión. 

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