Una extraña rosa ha crecido en el patio de recreo.
Nadie se explica su nacimiento ni su origen. Es una rosa amarilla. No de ese amarillo claro, desvaído, triste, que suelen tener las rosas de ciudad. No. Es un amarillo intenso, un amarillo potente. Como el color de un canario en libertad.
Las tres niñas han sido las primeras en descubrirla. La rosa estaba justo detrás de la canasta de balon- cesto. Una canasta vieja, muy vieja, herrumbrosa y que nadie utiliza, semiescondida en la sombra en la zona del patio que apenas se utiliza. La mayoría de los niños prefieren la parte soleada porque este es un colegio frío, cuyas clases son antiguas y están mal acondicionadas. Por eso, en la hora del recreo, todos se apiñan en el centro del patio, allí donde el rayo de sol es firme, donde se despliega su calor sin necesidad de arrebujarse en los abrigos.
¿Todos? No. Casi todos. Las tres niñas, por ejemplo, indagan cada día en los alrededores del patio buscando alguna sorpresa. Así descubrieron la rosa. Ese era un día difícil. Una de las niñas había llegado llorando. Pero no lloraba hacia fuera como hacen las personas que saben que al llanto le sigue el consuelo. No. La niña lloraba hacia dentro, hacia sí misma y por eso nadie descubrió sus lágrimas. Salvo las dos amigas, que ellas sí conocían, porque lo practicaban, el secreto de ocultar las lágrimas a los ojos de todos.
La niña que lloraba se llamaba Hanna y había llegado hacía unos tres años. Sus rasgos eran diferentes, el cabello rubio, los ojos oblicuos, la piel muy blanca. En el colegio decían que venía de un orfanato de un país del Este, uno de esos sitios lúgubres en los que los niños permanecen sentados en sillas incómodas, de cara a la pared, atados para que no se muevan, sin nadie que les hable, sin recibir ni abrazos, ni besos, ni risas.
Cuando Hanna llegó a Sevilla, con seis años, no sabía hablar, ni apenas andar, ni tenía sonrisa, solo una mueca en su cara. Era ya una niña mayor, bastante más mayor de lo que suelen ser las niñas adoptadas. Y su país de origen tenía un nombre muy raro y ella misma se llamaba de una forma extrañísima. Pero su madre adoptiva no quiso que llevara ese nombre porque decía que la discriminaría y que nadie podría pronunciarlo. Así que la llamó Hanna, que es el nombre de la protagonista de una película que a la madre le gustaba muchísimo.
Hanna quiere a sus nuevos padres pero en su cabeza se amontonan imágenes de su vida anterior. A veces piensa que ella no merece que la quieran. Que es torpe, desmañada, absurda. A pesar de que sus padres la abrazan continuamente ella todavía siente escalofríos. Todavía siente miedo si oye gritos y temor cuando se hace de noche.
Isa no ha preguntado a Hanna qué le pasa. Al fin y al cabo, ella está acostumbrada a sentirse llena de lágri- mas por dentro. Lágrimas de agua salada, como la del mar que vio por primera vez hace un verano. Isa es una niña diferente. Le cuesta entender las cosas. Es muy lenta. Y bastante callada. Lo curioso es que, en su cabeza, las palabras se amontonan una y otra vez. Pero no es capaz de ordenarlas, no salen al exterior. Su mente es el paraíso de la confusión. Si alguien le pregunta algo, por ejemplo, entonces se paraliza, le entra lo que su madre llama un bloqueo. Un bloqueo quiere decir que Isa no sabe qué contestar, ni entiende qué le preguntan. Isa es mayor que Hanna, porque repite curso. Dice la profesora que no le sirve de nada la adaptación. La adaptación significa que Isa no hace lo mismo que los otros niños, sino unas fichas con preguntas y huecos en blanco para las respuestas. Son unas fichas muy aburridas así que a Isa le da igual hacerlas o no porque le parece tonto responderlas. Las fichas no llevan dibujos, solamente palabras y palabras. Las palabras son el problema. Isa es una niña sin palabras.
En la clase todos los niños saben que a Isa no puede uno preguntarle nada de los deberes, porque no tiene respuestas. Ni siquiera está en el grupo de whatsapp. Ninguna de las tres lo está, porque son niñas diferentes y los demás no han pensado en incluirlas. Ambas, Isa y Hanna, admiran a Malena, la tercera niña. Malena es muy morena y sus padres son bolivianos. Ella no, ella nació en este barrio. Usa un voca- bulario muy divertido, lleno de modismos y de frases especiales. La madre de Malena es limpiadora. Limpia en las casas y, a veces, de noche, cuida ancianos. Su padre desapareció hace mucho tiempo, tanto que Malena casi ni lo recuerda. Malena no tiene hermanos y su madre y ella viven a lo justo, o sea, con muy poco dinero. Ella se viste con ropa usada de otras niñas que viven en las casas en las que su madre limpia. Pero a Malena esto no le importa. Se ríe siempre. Es una niña reidora a más no poder y abraza a su madre cuando la ve triste y eso ocurre muy a menudo. La madre de Malena tiene aspecto cansado y siempre se hace preguntas a sí misma. Por qué lleva una vida de mierda... Por qué tiene tan mala suerte... Por qué no puede comprarle a su hija ropa nueva...
Hanna, Isa y Malena se conocieron junto a la fuente del agua. En lugar de ponerla en un sitio vistoso y agradable la directora decidió que tenía que colocarse en el último rincón del recreo, cerca de la canasta inservible y de unos matojos desagradables que lindan con la tapia. Allí nadie se acerca. Las tres niñas, sin embargo, piensan que la fuente de agua es un tesoro.
Estaba hecha de piedra y tenía un espacio central cóncavo, donde el agua se demoraba cuando salía del grifo. El grifo, gris, curvo y alargado, podía moverse de un lado a otro. Cuando el agua salía, lo hacía moviéndose caprichosamente, llenando el espacio y, a veces, si uno movía el grifo de determinada manera, salpicaba todo lo que había alrededor soltando al aire miles de alegre gotitas.
Las tres niñas se colocaban en torno a la fuente y solían beber su agua y mojarse las manos en ella. Se mi- raban al fondo de ese espejo y el agua les devolvía su imagen como si fuera un selfie. Un selfie líquido y siempre en movimiento. Las tres caras se asomaban al fondo haciendo muecas y formando un curioso contraste. La cara morena y pequeña de Malena, con sus rizos largos y sedosos. El rostro rubio y alargado de Hanna, de ojos azules y pétreos, como si fueran diamantes. Isa, con su mirada perdida y asombrada, su pelo corto y ralo, su expresión triste.
Desde que se conocieron en la fuente del agua las tres niñas se han hecho amigas. Son unas amigas un poco extrañas porque hablan poco y no salen de paseo por las tardes ni los fines de semana, lo que los otros niños llaman “los findes”. Pero los días de colegio en la fuente del agua ocurren cosas. Aventuras imaginadas. Peripecias. Curiosidades. El agua nunca es del mismo color. En las horas oscuras del invierno se vuelve casi gris, del color del grifo, y tiene un aire cansado y abatido, como si se quejara del frío o de las nubes. Cuando llueve, el espacio cóncavo de la fuente se llena del agua de lluvia y se establece una curiosa competición entre las dos aguas, la que sale del grifo y la que cae del cielo. Es una loca carrera entre dos chorros.
A veces la fuente está seca. No corre el agua. Nadie sabe si es por una avería o porque la directora se cansa de que el suelo se llene de charcos. La llave de paso está en una zona de difícil acceso, debajo de la fuente, y nadie conoce cómo se abre o se cierra, solamente la directora y el señor de mantenimiento, que se llama Ignacio y es un tipo simpático, al que todos llaman “Nacho el macho”. El apodo le viene de su fuerza y su habilidad para arreglar toda clase de desperfectos. Es un hombre para todo, dicen las madres del AMPA que le suelen encargar todas las chapuzas que hay siempre que hacer en un colegio. A Nacho lo manda el Ayuntamiento y viene dos o tres veces a la semana, porque los niños son un desastre y destro- zan a menudo persianas, puertas y radiadores.
Uno de esos días, la directora, cansada de que la fuente estuviera siempre rodeada de un sospechoso char- co que lo embarraba todo, decidió cerrarla para siempre. Eso disgustó mucho a las tres niñas, que siguieron juntándose allí por inercia, porque era el mejor sitio que conocían y porque esperaban todos los días que la fuente manara de nuevo su agua fresca y transparente. Pero el enfado de la directora duró tanto que, cuando hallaron la rosa, allí junto a la canasta de baloncesto rota, no había agua para regarla. He aquí un verdadero problema, pensaron las tres.
A ninguna se le escapó que la rosa no podía sobrevivir sin agua. Y ellas echaban de menos los círculos que el agua de la fuente dibujaba al salir. Querían volver a sentir las manos húmedas cuando terminaban la clase de Educación Física antes de volver al aula para dar Matemáticas. Necesitaban agua después de comerse el bocadillo, minúsculo y de pan de molde el de Hanna; grande el de Malena y con Nocilla en el caso de Isa, que era muy delicada para comer y que solo quería chocolate y más chocolate.
Una fuente sin agua es un absurdo, pensaron las niñas. Una fuente sin agua no tiene sentido. Es como un niño sin juguetes o quizá aún peor. Los escasos alumnos que se acercaban por allí dejaron de hacerlo y únicamente ellas se mantuvieron fieles a la fuente, rodeándola cada día en las horas del recreo, mirando con detalle el grifo, pasando sus manos por el fondo, a ver si alguna gota de agua subía de algún conducto secreto y aparecía sin avisar. Pero la directora se mantuvo firme. No se podía ensuciar el patio con agua, aquello era un desastre, mejor que bebieran en los grifos del cuarto de baño.
Las tres niñas imaginaron entonces formas caprichosas en el agua del charco. Pasados los días sin que la fuente estuviera en activo, el charco se secó, el resto escaso de agua que quedaba se filtró a través del suelo, se marchó a los matojos cercanos, se ocultó a los ojos de las niñas. Desaparecieron las caras extrañas que surgían al mover el agua con las botas o con la punta del pie enfundado en los zapatos de deportes, baratos, que la madre de Malena compraba en los chinos de al lado de su casa, un gran bazar que nunca cerraba y cuyo dueño le sonreía sin entenderla la mayor parte de las veces. La ausencia de agua impidió que Isa lanzara piedrecitas pequeñas al charco, de esas que va guardando con cuidado al encontrarlas por la calle, y que se iban amontonando en el fondo, como si formaran un extraño edificio irregular que se movía cuando el charco se desplazaba de un lado a otro, en silencio, como la propia Isa, que sonreía extrañamente al ver las piedras caer y posarse, desconcertadas, una junto a otra.
Cuando hallaron la rosa amarilla, hacía ya varios días que la fuente estaba sin funcionar y que el charco estaba seco y que ellas pasaban sed en el recreo, porque no les gustaba beber en el lavabo de los servicios después de haber gozado de la dulzura del agua que caía de su grifo favorito. Ninguna supo, de momento, qué podrían hacer con esa rosa así nacida, mezclada entre la maleza, situada en un lugar tan inapropiado, tan falto de sol.
Se miraron varias veces durante aquel recreo. Estaba a punto de sonar el timbre de entrada cuando Malena explicó que tenían que salvar a la rosa. Esa era su rosa, ellas la habían descubierto y por eso, salvarla era cosa suya, de nadie más. No podían pedir ayuda, tenían que hacerlo entre las tres. Acordaron entonces buscarse una maceta por ahí y una bolsa de tierra, para colocar la rosa en un sitio adecuado, sacándola de aquel pedregal inútil, para impedir que se muriera, igual que se habían muerto unas violetas que la madre de Hanna le trajo en una ocasión en una maceta tan pequeña que las flores apenas respiraban.
Pero eso sería al día siguiente porque en ese momento ya no había opciones, tenían que dejar la rosa allí, a la intemperie, entre la suciedad y los hierbajos, y sin agua, además. Bueno, esto último podía arreglarse. Malena sugirió que buscaran un recipiente y trajeran agua del cuarto de baño. Así lo hicieron, les sirvió una cajita de lata que llevaba siempre Isa en su mochila. El agua cayó sobre la rosa y ésta pareció animarse, pareció entender que no estaba sola, condenada a perecer en un lugar inhóspito, sino atendida por manos amigas. La rosa revivió y su tersura fue aún mayor, su color se acentuó y las niñas, todas ellas, las tres, sonrieron, incluso Isa, que no reía nunca, porque dibujar la risa era un esfuerzo que le costaba realizar. Además, a Hanna le llegó una idea brillante, según ella misma expuso, y tomó un trozo de papel de seda que tenía guardado para un trabajo manual y lo extendió alrededor de la rosa, impidiendo que estropeara su preciosa corola todo aquel amasijo de vertidos que estaba en torno a ella.
El recreo del día siguiente les trajo una enorme actividad. Trajeron, como habían decidido hacer, una ma- ceta vacía, de esas negras de plástico que tienen un agujero en la base. Y tierra, en una bolsita de plástico del supermercado, obtenida de algunas macetas del patio de Malena, que era pequeño pero que siempre lucía alguna planta. Tomaron la rosa con cuidado, extrayéndola completamente del suelo, incluidas las raíces, que era muy importante preservar. Se ayudaron con la espátula de la plastilina y, con no poca maña por parte de Malena, la rosa estuvo pronto colocada en el centro de la maceta, luciendo orgullosa, con todos sus pétalos enhiestos, firmes, alzados al aire y al sol y sus hojas verdes sin suciedad ni polvo, limpias y delicadas.
Una pequeña discusión sobre el destino de la maceta las hizo concluir que el mejor sitio era el ventanal grande de su aula, justo el que daba a la parte de atrás, donde ellas mismas tenían su mesa y su silla de clase. La rosa estaría allí los días entre semana y, los viernes, iría rotando por cada una de las casas de las tres. La rosa tendría un finde especial. Un finde en familia, podíamos decir.
La maceta con la rosa lucía preciosa en la ventana. La tutora dio su permiso, aunque no le hizo mucho caso, la verdad, porque estaba preocupada con la segunda evaluación, pues ya era marzo y había niños que iban muy atrasados y a saber qué pasaría si no recuperaban los exámenes suspensos. Las tres niñas, sentadas al lado de esa ventana al final de la clase, que, hasta entonces habían sido niñas invisibles, se sintieron protagonistas desde ese momento. Nadie tenía una rosa como ellas. Nadie cuidaba una rosa amarilla en una maceta. Nadie llevaba una botella de plástico pequeña llena de agua cada día para regarla y para conservar la humedad en la tierra que sostenía a la planta. Además, cuando llegaba el recreo, las niñas accedían al patio llevando su rosa, también en riguroso turno, y se apostaban allí, junto a la fuente, que permanecía seca pero sobre la que colocaban la maceta, mirándola y haciendo comentarios, riendo algunas veces y siempre orgullosas. Tenían una fuente, aunque sin agua. Tenían una rosa amarilla de un color precioso, único.
Algunos niños repararon en aquello. Los niños estaban un poco cansados de ese patio tan inhóspito, tan frío, con dos bancos para sentarse, unas porterías de fútbol y una zona descuidada situada al fondo, justo donde estaban la fuente y la canasta abandonada. Los niños dieron en pensar que aquello era una pena. Que solamente una rosa no era capaz de alegrar a todo el colegio. Notaron que mirar la rosa les ponía las pilas, les recordaba que la naturaleza estaba ahí fuera, esperándolos. Y luego se fijaron en la fuente. Una fuente que no manaba agua. Una fuente seca que tenía el grifo a punto de estropearse de no usarlo. Una fuente cuya piedra ennegrecía. Una fuente sin charcos de agua alrededor. Una fuente absurda. Una fuente inútil. Una fuente que no servía para nada y que daba pena verla.
Los niños del colegio activaron sus whatsapps. Eran muy rápidos escribiendo y se pasaron con toda ve- locidad un mensaje que uno de ellos había inventado: Queremos agua en la fuente del patio. Queremos más flores. Bueno, en realidad, el mensaje no estaba escrito exactamente así. Le faltaban eses y tildes y no se veían todas las letras. Por eso, alguien pensó, creo que fue una niña de quinto, que era un mensaje largo, pesado y difícil. Así que se inventó otro. Era este: I love the water. I love the flowers. Era un centro bilingüe así que el mensaje resultaba bonito y adecuado. Otros niños dieron un paso más y colgaron en Instagram dibujos alusivos al agua, gotas que bailaban, nubes que tenían ojos, lluvia que sonreía...Todo Instagram se llenó de dibujos que hablaban del agua y de su utilidad. Y los niños que usaban Twitter, que eran unos cuantos, empezaron a retuitear el tuit de uno de ellos que había escrito: Queremos que la fuente del patio tenga agua.
Todo esto formó un gran revuelo en el colegio, pare- cía una revolución en toda regla. Pero la solución era muy sencilla y se le ocurrió al tutor de sexto, que también daba clases de educación física y que conocía bien a los niños. Se llamaba José Luis aunque los alumnos lo llamaban Joselu y a él le parecía bien, no creía que por eso le faltaran el respeto. Joselu habló con la directora y la convenció de que en el patio de recreo debería haber, no una fuente, sino varias. Le dijo que los niños pasaban sed y que era mejor tener algún charquito que un montón de envases de zumo tirados por ahí o rebosando en las papeleras.
Ocurrió, sin embargo, algo curioso. Mientras Joselu hablaba con la directora en su despacho una fila de niños comenzó a recorrer el recreo silenciosamente. Una manifestación que nadie sabía cómo se organizó y quién lo hizo. A la cabeza iban las tres niñas, Hanna, Isa y Malena. Hanna llevaba en la mano la maceta con la rosa amarilla tan bonita y olorosa. Isa llevaba un cartel que decía: Más fuentes. Y, por su parte, Malena llevaba otro cartel que decía: Más flores. Y todos los demás niños iban detrás (por una vez ellas eran las primeras en algo) y coreaban esas frases. Más fuentes. Más flores. Más fuentes. Más flores. Más fuentes. Más flores.
La directora se horrorizó y le comentó a Joselu que iba a terminar con la cabeza loca por culpa del escán- dalo que producían esos cantos tan mal entonados. A decir verdad los niños no se preocupaban de poner la mejor de sus voces, sino de hacer el mayor ruido posible. Los maestros que estaban de vigilancia de recreo reaccionaron de forma diferente. Alguno se puso en la fila y también comenzó a gritar. Otra se marchó al servicio, a buscar no se sabía a quién, pues todos los niños estaban en el patio en ese momento.
Es verdad que algunos alumnos no participaron en la marcha. Los había sentados en los dos bancos de pie- dra, riéndose por lo bajo de aquello que consideraban un esperpento, y otro siguieron jugando al fútbol, interrumpiendo las jugadas solamente cuando la manifestación o lo que fuera pasó justo por el centro de la pista. El caso es que aquello no cayó en saco roto. Las madres del AMPA decidieron que los alumnos tenían razón y que la directora se había pasado tres pueblos o más. Así que ellas mismas formaron una brigada de madres–jardineras que se dedicaron a plantar macetas y a colocarlas por todo el patio, arreglar los arriates y limpiar la maleza. Al tiempo que la naturaleza volvía al patio de recreo, las fuentes comenzaron a surgir de la mano de Nacho, a quien el Ayuntamiento encargó que colocara nada menos que tres en sitios estratégicos.
La primera que volvió a manar fue la de las tres niñas porque ya estaba construida y solamente hubo que limpiarla. El día en que el agua les salpicó de nuevo las manos y las caras fue una fiesta. No sabría deci- ros si las gotas blancas y exactamente redondas que al abrir el grifo corrieron por las mejillas de Hanna, Isa y Malena eran lágrimas o una broma del agua que no pudo evitar la travesura...
(Cuento infantil premiado con el primer premio en el concurso organizado por EMASESA, 2016)
(Todas las imágenes son pinturas de Odilon Redon)
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