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"Menudo cielo" de Edna O'Brien

 


Los cuentos de Edna O'Brien, que ella misma reunió en una colección titulada "Objeto de amor", indican más de su vida que la propia autobiografía que publicó a los ochenta y tantos años. En esos cuentos, pequeñas píldoras de literatura, podemos rastrear momentos y emociones que forman parte de su vivencia personal. Eso ocurre, por ejemplo, con este "Menudo cielo", que cuenta, en catorce páginas, una historia singular y, a la vez, una historia común a muchas personas. Las tiranteces entre padres e hijos forman parte de las familias, por muy perfectas que estas puedan ser. Y la familia de Edna O'Brien era todo menos perfecta. En el cuento se vislumbra. Una madre desaparecida (se entiende que muerta), un hermano que se ha quedado con la casa familiar y lo que en ella se contiene (como le ocurrió a la escritora) y un padre que, resistiendo a la edad, vive en una residencia de ancianos en la que no quiere estar, porque considera inferiores a los demás ancianos y porque está acostumbrado a vivir en la libertad de una granja. Eso era el padre de O'Brien, seguramente con la misma dureza del padre del cuento, con la misma incapacidad de expresar sentimientos agradables salvo por una monja a la que conoció no se sabe cuándo. La presencia de la religión, otra constante, porque las monjas son los seres más cercanos y admirados por los padres de la escritora, los que dejan impronta en ellos, a los que siguen. 


En el cuento no hay nombres, ni fechas, ni lugares. La narradora, que es la hija, no sabemos cómo se llama. Tampoco el padre, ni la residencia, ni la ciudad, ni las personas que aparecen. No hay nombres ni situación geográfica, solo hay emociones. La hija va a visitar al padre a la residencia. Se nota que le cuesta mucho, que está incómoda. También el padre está incómodo pero a él no lo conocemos nada más que por lo que la hija manifiesta. Ella intenta pensar que su padre se encuentra en el mejor sitio que puede estar pero, en el fondo, no lo cree. Hay una falta de hábito, una ausencia de costumbres, una tan pobre complicidad entre los dos que se traduce en frialdad y eso les produce tristeza. Una tristeza infinita sobrevuela las palabras. Esa palabra, tristeza, tiene que ver con lejanía y con falta de entendimiento. El padre no parece entender a la hija y la hija se alejó del padre hace muchos años. En realidad, cumple una obligación con esta visita. Y quiere salir corriendo pero no puede. Y sabe que esta visita será la única en mucho, muchísimo tiempo, y que no aplacará su sensación de culpabilidad. 


Así que tras alguna conversación reiterativa en la que el padre cuenta lo mismo de siempre, sin que ella sienta nada más que impaciencia y nerviosismo, está a punto de surgir la propuesta: la hija ha estado pensando en sacar a su padre de allí, dar un paseo con él, ir a almorzar a un hotelito cercano, hablar lejos de aquellos muros que parecen tener ojos, estar un tiempo en la vida normal y no en la vida de la institución que lo condiciona todo. La propuesta está a punto de verbalizarse, a punto de salir. La hija tiene en la punta de la lengua la pregunta: ¿Vamos a dar un paseo, papá?. Pero poco a poco se va retrayendo. Hay algo insuperable que la detiene. La intimidad. No puede soportar tener esa intimidad con su padre. No se ve a sí misma paseando con él, ayudándole a andar, tomándolo del brazo, atendiendo a que coloque la servilleta junto al plato, haciendo que elija qué comer. No puede hacerlo. No lo hace. No ha perdonado. No ha olvidado. Quizá en otra ocasión, pero no en esta. 

La escritura de Edna O'Brien no necesita de dramatismo para hacernos llegar la carga sentimental de la escena. Podemos imaginarla por su limpieza a la hora de describir y por su continuo salto de la conversación a la introspección. Sabemos cómo piensa la hija y adivinamos cómo se siente el padre. Esa tensión entre ambos se palpa en el encuentro. Y el entorno de la residencia se aparece como una rémora, como si fuera una muralla que los separa a los dos. Ambos se sienten culpables de estar ahí. Ella, porque no atiende a su padre como las buenas chicas católicas harían. Él, porque sabe, al fin, que no ha sido un buen padre y que no ha tenido suerte con sus hijos. Todo eso sobrevuela la estancia, pequeña e incómoda, todo eso está ahí sin que haya falta decirlo. Por eso te encoge el corazón. Y el final es tan definitivo: ambos, padre e hija, con el corazón hecho pedazos. Sin saber si habrá otra ocasión. 

Qué gran escritora es Edna O'Brien. Ninguna como ella para trasladarte esa emoción íntima de la culpabilidad, del odio resguardado, del amor a pesar de todo. Y los cuadros de William Orpen, con sus mujeres misteriosas, calladas, bellas pero ocultas, se me antojan el mejor complemento para ilustrar este cuento que, a cualquiera, le llegaría al alma. Tan bello, tan terrible. 

(Todas las pinturas son de William Orpen, pintor irlandés que vivió entre 1878 y 1931. Es un extraordinario retratista que representó en numerosas ocasiones a la mujer irlandesa, con una mezcla de fortaleza, lirismo, misterio y belleza).

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