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Domingo de Ramos, domingo de nardos

 


El Domingo de Ramos me recuerda al nardo, su olor penetrante y su extraña forma curva. Llevé flores de nardo en una de mis bodas, en el ramo y en la cabeza, y creo que el olor se expandía por todo el juzgado, por todo el salón donde almorzamos, en medio de caras desconocidas y risas amigables. El Domingo de Ramos era, hasta hace unos años, la rutina del paseo y el desencanto de no poder tomarte ni siquiera una cerveza: todo estaba lleno y no se nos había ocurrido hacer una reserva. Entrábamos en la iglesia de la O si había suerte y, si no, nos asomábamos a la puerta para vislumbrar siquiera al Cristo y a la Virgen. El Cachorro siempre tenía cola, era imposible verlo ese día y yo me preguntaba qué pasaba con el resto del tiempo, por qué el resto del año todo aquello vivía en la soledad. Por la calle Castilla seguíamos hasta San Jacinto y allí nos acercábamos a la Estrella. No hace falta entrar porque las puertas de la capilla siempre están abiertas y, es tan pequeña, que, desde fuera, puedes observarlo todo. A la Estrella iba yo cuando paseaba por la calle algunas veces, entraba, me sentaba y saludaba, rezaba por algunas cosas y me iba. Hace tanto tiempo que no hago eso que me parece un viaje exótico, como los que van a Oriente o algo así. Unos años subíamos por la calle Pureza a ver a la Virgen de la Esperanza pero ahí también la cola nos sobrepasaba. Era imposible esperar y solo mirábamos el gentío. Y en San Gonzalo, bastante más abajo, lo mismo. Todo el mundo parecía darse cita en los mismos puntos y solo la Ronda de Triana, con una iglesia sin cofradías, estaba más tranquila. Salvo los bares, que todos andaban en hora punta. En realidad, ese paseo de Domingo de Ramos, era un paseo por la nada, por los dinteles de las iglesias, por las aceras abarrotadas y con un sol de justicia casi siempre. Los tres caminábamos en una misma dirección y eso era una forma de significar nuestra vida. Tres personas que estaban siempre juntas y que habían construido una historia común. Los nardos en las Vírgenes me recuerdan aquellos tiempos ya pasados. No recuerdo si la última Semana Santa que compartimos, la de 2013, incluyó este paseo, pero creo que no. Creo que cerramos antes ese capítulo y ya no se ha vuelto a abrir. No recuerdo qué hacía los Domingos de Ramos de pequeña, yo, tan escasa de ritos, con unas vivencias tan centradas en mi calle y en mi casa, con tan poca costumbre de iglesia y de religión. Por eso los únicos Domingos de Ramos que van enredados a esas varas de nardo que ahora no llegan a casa (me los mandaba él, porque sabía que el olor a nardos me hacía reír sin parar), son esos, los del paseo por la mañana, los tres andando muy despacio, recorriendo las calles sin poder entrar en las iglesias, sin poder tomar una cerveza, solo los tres, juntos, los tres, unidos, los tres, amándonos tan hondo. 

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