Un hombre extraño

 


Una vez conocí a un hombre extraño. No diría que me enamoré de él pero sí que ejerció sobre mí durante un tiempo una fascinación curiosa. Una especie de maleficio que podía haber sido resuelto en alegría y terminó rompiendo en astillas. Era un compañero de trabajo y tenía una magnífica apostura. Era muy alto, con el cabello gris peinado hacia atrás, a pesar de su juventud. Vestía con una rara elegancia porque ni siquiera era ropa cara. Era elegante en sí mismo. He descubierto que hay personas así: lleven lo que lleven lo hacen con tal soltura y seguridad que se convierten en una especie de iconos para aquellos que los rodean. Sabía darse la importancia justa y esto es algo fundamental también. Se hacía de rogar, no estaba siempre en todos lados y su asistencia a un acto siempre resultaba brillante. Tenía una conversación rica, rigurosa, exacta y llena de sentido. Era muy inteligente, quizás demasiado para el mundo en que vivía y necesitaba, por ello, aventuras, que levantaran un poco su ánimo y le dieran un poco de miedo a su tranquilidad. Todo esto se apreciaba al conocerlo y luego había una parte más oscura e impenetrable que solo llegabas a entender cuando, pasados unos meses (nunca aguantaba más a una mujer) salía a la luz el personaje siniestro que ocultaba. Era un lobo con piel de cordero, pero la piel era tan maravillosa que no podías evitar quererla. 


No tengo ni idea del motivo por el cual se fijó en mí, pero lo hizo. Mejor dicho, en aquel tiempo no entendí ese porqué. Pero ahora, pasados los años, lo comprendo a la perfección. Yo era muy joven, muy guapa, muy alegre, muy generosa, muy vital. Tenía cosas que a él le faltaban y que le faltarán siempre. Cosas sencillas como el sentido del humor, esa manera de mover las manos, una sonrisa perfecta y unos ojos expresivos. Tenía ganas de vivir y ganas de amar. Tenía el aire inocente de quien cree que las cosas son como parecen y los individuos guapos que te piropean no tenían por qué mentir. Pero mienten. Y mentían. De modo que no recuerdo la forma ni el fondo de aquel comienzo pero sí sé que empezó en septiembre y que solo duró un otoño. Un otoño fue tiempo suficiente para ver la cara y la cruz de aquel individuo y para darme cuenta de que tendría que andar más avisada a partir de entonces, porque era imposible que en el universo mundo solo existiera un sinvergüenza. Los acontecimientos posteriores me dieron la razón. 


Pero antes del desenlace, tuvimos ocasión de conocernos y de compartir algunos momentos intensos. No solo esos momentos de los que no debe hablarse en público porque exceden el límite que ponemos a nuestra intimidad, sino otros muchos, en los que había exposiciones de arte, de fotografía, charlas sobre cine o filosofía, comentarios sobre nuestras propias vidas, paseos agradables por una ciudad esplendorosa, recorridos en coche por algunos lugares que simbolizaban la luz y el ardor de un tiempo preferente, encuentros clandestinos con todo lo que ellos llevan consigo, risas, abrazos ocultos, palabras en clave, y, sobre todo, emoción. La emoción, traducida por ilusión, expectativa, esperanza, es el principal distintivo del amor, de las aventuras, o de los enamoramientos, da igual cuáles sean, cuántos sean, cuánto duren. Ese es el principal signo de que algo está ocurriendo con nosotros y que la vida se colorea sin que sepamos detener esa avalancha de color. Por eso ahora recuerdo sábanas suaves, carreras para llegar a tiempo, faldas tubo en color tabaco, camisas que se arremangaban dejando libres unas manos increíbles, sonidos que nunca más se volverán a oír, susurros y roces inimaginables. Y, sobre todo, atardeceres junto a la hermosa plaza, frente a los parterres, estallando ya la caída de los árboles, cuando él llegaba a lo lejos, moviendo las llaves del coche en una mano, con la otra mano en los bolsillos, las gafas de sol ya innecesarias, una media sonrisa escalofriante, el paso firme y ese susurro a medio prender en la boca: qué guapa estás. 


Nunca entendí por qué aquello acabó. Pero me sentí como una niña a la que castigan, sin motivo, de cara a la pared.

(Fotografías de Elliot Erwitt, 1928)

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