El reencuentro

 


(Foto: Lee Towndrow)

Desde hace algún tiempo algo que me parecía un inconveniente (tener mi biblioteca repartida entre dos casas) ahora lo veo como una ventaja. Para los amantes de los libros nuestra biblioteca es algo tan querido y valioso que nos cuesta separarnos de los libros y tenerlos lejos. El objeto libro tiene, por nuestra parte, un culto merecido y ya no se trata de lo que se cuenta, sino del envoltorio en sí. Ya no se trata, tampoco, del objeto, sino de las palabras que contiene. Una simbiosis imposible de separar. Nuestros libros son un auténtico tesoro propio e inseparable. Mi madre, que era también una lectora contumaz, tenía su librería de color amarillo llena de sus libros favoritos y nadie ha osado después de su muerte separar esos libros de esa casa y de ese lugar. Esos son sus libros, están ahí y no se puede romper esa quietud sagrada. 

Pero me he reconciliado con la idea de tener dos casas y dos bibliotecas. Cuando llega el verano y cambio de casa, me encuentro con unos libros de los que he estado separada un tiempo. Entonces recorro con la mirada las estanterías, abro las puertas y miro su interior, contemplando libros que quizá había olvidado que tenía y otros que he echado de menos. No sé de qué forma conozco de memoria en qué casa está según qué libro y, aunque no tengo un orden establecido, ni un sistema de archivo ni nada parecido, sé de sobra los libros que tengo y en qué  lugar están, en qué casa, en qué estantería, en qué habitación. A veces sueño con que todos ellos tengan un hogar común, en que no haya separación ni distancia, pero ese reencuentro tiene el encanto de la novedad, el señuelo del asombro, la naturalidad de volver a ver a unos amigos que, como ocurre cuando son de verdad, han estado esperando sin inmutarse tu vuelta.   

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