Una casa en la montaña
El lazo era celeste y celeste el jersey y blanca la camisa. Y el pelo rizado, en una de las ocasiones en que el viento hacía de las suyas, y el flequillo se movía a su ritmo, sin nada que pudiera detenerlo. Y entonces surgía la sonrisa y el flash del fotógrafo se conmovía sin darse cuenta de que no era oro todo lo que reluce. Cuántos errores se cometen sin saber que luego no hay salida...Aquellos años estaban cubiertos por la pátina de la amistad. Los amigos nos recibían en sus casas, nos llamaban por teléfono, nos escribían alegres cartas, venían a vernos. Todos los amigos tenían cosas que contar, fotografías que enseñar y aventuras por relatar. Los escuchábamos y hacíamos que ellos entendieran que eso era parte de vivir entonces. Pero era él. Él obraba el milagro. Conocía exactamente la forma de perpetuar las relaciones, de hacerse imprescindible, de intercambiar la vida a sorbos. Sabía hacerlo y yo, en lugar de aprenderlo, huí en cuanto pude. No se puede cambiar el destino o quizá sí, pero hay que querer. Y querer es más difícil que ser, al menos, la mayor parte de las veces.
(Foto: Manuel Litrán. El Coronil. Sevilla)