Ronda, con ropa prestada


Algunas ciudades nos conquistan para siempre y esta es una de ellas. Se trata de Ronda, a la que conozco muy bien porque tuve la suerte de pasar en ella quince días, cuando tenía quince años, y fui allí de monitora a un campamento de chicas. Fueron días espléndidos, a la sombra del Hogar Santa Teresa, con vistas al Tajo, con compañeras que eran una delicia, gente guapa y marchosa, y también con niñas musulmanas que me intentaron enseñar a bailar la danza del vientre. Con una de ellas, Malika, me estuve escribiendo mucho tiempo, pero perdí su dirección y me cambié de casa, de modo que perdimos el contacto. Cómo será ahora, cómo estará, por dónde andará. 

Los días y las noches en aquel sitio eran espectaculares. Recorríamos la ciudad entera, era agosto y hacía calor, pero nos pegábamos a las paredes de piedra para absorber el fresco. Lo conocíamos todo, lo visitamos todo, el parque, las iglesias, las calles, las obras de arte, todo lo que se puede conocer y amar. Era un sueño hecho realidad, uno más en mis ansias de salir al mundo. Perico, y su camión gigantesco de pescado, me llevó y me recogió, allí cerca de los baños árabes, y todo se convirtió en una mágica salida, en una aventura sin igual. Después de eso he vuelto a Ronda siempre que he podido, aunque no tanto como quisiera. Y esta foto es también de allí. Yo iba con mi pareja de entonces, alguien a quien apenas recuerdo por lo poco que significó y el daño que hizo, pero, como ya no quedan rencores, solo recuerdo lo agradable que era pasear vestida de hombre, con ese aire entre provocativo e inocente. 

(Foto: José Manuel Blanco. Ronda, calle de la Bola)


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