Muchas rosas para un solo día


El próximo 15 de diciembre Edna O'Brien cumplirá noventa años. Cuando cumplió los ochenta escribió sus memorias. El título es recurrente. "Las chicas de campo", "La chica de ojos verdes", "Chicas felizmente casadas", "La chica", así se llaman sus libros. Ella fue una chica de campo y quizá nunca dejó de serlo, aunque en este libro, como en su vida, transita desde su granja en el condado de Clare hasta Dublín, de ahí a Londres, de ahí a Nueva York, de ahí al mundo. Los irlandeses aparecen por todas partes aunque siempre guardan un lazo invisible que los ata con su tierra, por eso son siempre gente del pueblo o del campo, como Edna. 

Hay una extraña cualidad en la autora que aparece en la segunda parte de sus memorias muy bien expresada. Se trata de la facultad de "ver" los hechos desde dos puntos de vista: permanece su visión de juventud y niñez, la de los campos, los setos, el ganado y la extraña pobreza puritana, junto con una nueva mirada cosmopolita, que se va llenando de paisajes nuevos y de gente distinta. Ambas visiones se complementan pero ninguna desaparece del todo, están a la par, lo que sugiere una facultad para la observación muy potente y una comprensión de sí misma, lo que llamaba Austen el "autoconocimiento", inusual. 


Quizá es un fenómeno general y solo los escritores, aquellos que han sido bendecidos con el talento de la expresión escrita, pueden hacerlo evidente. Quizá todos llevamos con nosotros los sonidos y los olores del tiempo que pasó, de los lugares en los que crecimos, y seguimos acumulando cicatrices a modo de rosas que se añaden en ese gran ramo que forma el pasado y el presente. Ella recibía rosas cuando escribía obras de teatro o guiones para cine. El hecho le suponía un halo de extrañeza que mostraba la forma en la que nunca supuso que su cambio exterior fuera también una pérdida de sus raíces. Las rosas de los admiradores, de los productores, de los actores de cine, son la muestra de que había dejado atrás la censura de la gente de su pueblo cuando apareció su primera obra, la que abrió el camino a su papel de escritora, "Las chicas de campo". Cuentan que el párroco hizo una pira para quemar el libro y que todos los habitantes de la zona comenzaron a pensar quién de ellos era tal o cual personaje. La cuestión no estaba solo en contarlo sino en hacerlo en ese mismo tiempo. Daba igual que fuera ficción porque nadie era ajeno a lo que allí se decía, y mucho menos que nadie, su madre, la mujer que inspiraba muchos de los textos y no para bien, a pesar de todo. 


En ese tiempo de glamour en la que ella, tras su divorcio y las complicaciones legales de la custodia de sus dos hijos, se dedicaba a acudir a fiestas, a escribir para el cine o el teatro y a conocer gente, en ese tiempo nuevo, la fotografiaron algunos artistas que han dejado imágenes tan expresivas que nos sirven para conocer algunas de esas vivencias que tuvo y que, a los ochenta años, plasmó en sus memorias. Esas fotografías traslucen esa doble vertiente que se observa en su obra y en su vida, el antes y el ahora, la transversalidad de Irlanda a lo largo de sus sucesivas etapas, el modo en que no era posible perder ni olvidar el olor del brezo o de la leche recién ordeñada. Sin ese poso inicial, Edna O'Brien no sería la misma. 

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