(La fenêtre a Tanger, 1912)
El señor Darcy observa a través de un ventanal de Netherfield cómo Elizabeth Bennet juega en el jardín con uno de los mastines de la casa. Netherfield es la casa que ha alquilado cerca de Longbourn el señor Bingley, uno de los mejores amigos del señor Darcy. Ambos se tratan con familiaridad e incluso con el tono irónico que es común en las buenas amistades. Elizabeth ha llegado a la casa para cuidar a su hermana Jane, que ha caído enferma con un fuerte resfriado. Y aunque los encuentros con Darcy han tenido siempre una tirantez molesta, este ha reparado en ella y está a punto de sucumbir a sus encantos. Esta visión de la ventana es definitiva para ello.
(Interior con funda de violín. 1918-19. MOMA)
Elinor Dashwood mira, primero distraída y luego atenta, sentada frente a una ventana en la casa familiar de Norland, el juego de Edward Ferrars con su hermana pequeña, Margaret, bastante hosca con los desconocidos, pero insólitamente abierta a la amistad con Ferrars. Toda la casa está viviendo los cambios tras la muerte del padre, ese momento en que la señora de la casa deja de serlo, en que las hijas son conscientes de pasar a depender del hermano mayor y en que los criados entran en esa fase de desconcierto que sigue a los cambios.
(La ventana azul, 1913. MOMA)
Emma Woodhouse vislumbra a través de la ventana de la sala pequeña de Hartfield, la llegada del señor Knightley, que viene a buen paso, por el camino de grava, para hacer su habitual visita. El señor Knightley es un viejo amigo de la familia, unido además por lazos derivados de la boda de su hermano menor, el señor John Knightley, con la hermana de Emma, de nombre Isabella. Su llegada diaria a Hartfield para compartir los asuntos del día resulta un rito tan cotidiano como rellenar el cuaderno de los acertijos. Por eso, Emma no repara en qué significa.
Estas son solo algunas "escenas de ventana" de las que aparecen en las novelas de Jane Austen. Estas ventanas indiscretas juegan su papel en la trama y no es un papel baladí. En el caso de Darcy y Elizabeth la historia de amor se topa con la resistencia de ambos. Ni a Darcy parece interesarle ella, ni a ella parece importarle Darcy. Es un caso de amor a contracorriente. Nada, ni por asomo, podría hacer pensar que estallaría la chispa entre los dos. Y es a base de miradas que logra suceder. La primera de ellas, quizá, esta desde la ventana. La muchacha que trota por los campos y salta cercas para llegar, con el vestido sucio, a Netherfield, simplemente porque quiere cuidar a su hermana, es distinta a las mujeres que Darcy trata. Esto es un elemento fundamental porque esa diferencia genera el interés y este se ve avivado por la poca predisposición que tiene ella en ser una acólita, de las muchas que rodean a un hombre guapo, alto, inteligente y con diez mil libras de renta anual.
Tampoco Edward Ferrars, tímido y complaciente, puede llegar a sospechar que esa muchacha tan airosa, combativa y dispuesta, Elinor Dashwood, medio hermana del marido de su hermana Fanny (una señora odiosa y calculadora), se enamore de él casi tan al instante, simplemente porque nota su afabilidad y su comprensión ante la situación que están viviendo todas las hermanas y la madre. Sin casa y sin padre. A la intemperie. Elinor guardará esa emoción demasiado tiempo, disfrazándola de simple amistad porque su carácter reservado no le dicta otra cosa. Pero llegará el día en que saldrán los caudales de llanto, simplemente al comprobar que él no se ha casado con Lucy Steele, la pequeña entrometida que quiere arrancar de paso buena posición y un ventajoso matrimonio. Una arpía en escala doméstica.
A estos dos descubrimientos, las ventanas añaden el raro comportamiento de Emma y de Knighlety, ajenos ambos a sus verdaderos sentimientos, cosa muy normal en alguien tan joven como ella, pero inusual en un hombre maduro como él. Quizá sea el devenir de la vida cotidiana el que logre trastocar lo que se observa y lo que se vive, haciendo que sean dos piezas separadas de un puzzle, pero, en todo caso, el ventanal no engaña, y así como cada día él recorre los metros que separan su propia hacienda de la de Emma, así ella observa su llegada diaria. Un rito convertido en seguridad, en cobijo, en salvaguarda. De modo, pues, que solamente cuando los comentarios tergiversados que ella oye de boca de su amiga Harriet Smith pueden hacer que el resorte se active. Oh, no, nunca podría imaginar al señor Knightley como esposo de otra.
(Las ventanas que ilustran esta entrada son de Henri Matisse. Matisse (1889-1954) es un extraordinario ejemplo de la mejor pintura del siglo XX, que transitó entre varias influencias y movimientos, logrando un estilo propio e inconfundible, por el uso del color, la perspectiva y los temas que incorpora a su pintura. Además de pintor fue escultor, grabador y diseñador. Se conservan muchísimas obras suyas repartidas en colecciones particulares y en museos, sobre todo en el Hermitage, el MOMA de Nueva York, el centro Pompidou de París, el Guggenheim New York y el Museo Matisse de Niza, la ciudad en la que vivió y murió).
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