Qué inútil engañar a la tristeza


Una frase de la poeta Victoria León (Sevilla, 1981) es el título de esta entrada. Victoria León publicó este 2019 un espléndido libro, "Secreta luz", y desde entonces leo lo que escribe buscando explicaciones. Aunque ella no lo entienda así y solo son versos y poesía, nada más y nada menos. Y las fotografías que la ilustran hablan de ella, de la gran Lillian Bassman. Hablo de mujeres absurdas, escribo de mujeres absurdas, soy, tal vez, una mujer absurda que quiere hablar de ellas. Envidio la suerte de Bassman, que mantuvo, durante setenta y seis años, una historia de amor que nunca pereció y nunca tuvo comienzo ni final, con Paul Himmel, fotógrafo también como ella. En realidad, mucho más tiempo, toda la vida juntos, desde su encuentro primerizo a los seis años. Me resulta enternecedor imaginarme cómo iban envejeciendo a la par mientras sus objetivos iban desgranando imágenes, creando arte. Me resulta curioso pensar en ese niño del colegio de la infancia, que tenía el cabello rizado y los ojos color miel. La historia feliz de esta fotógrafa y de su marido parece chocar con el tono de esa frase que he usado como título. 

Pero, si te fijas, todo cuadra. 


Observa con tu mejor mirada las mujeres de Lillian. Sus formas difuminadas, su pureza, el contraste de los tonos, los encuadres. Fuegos artificiales en torno a la geometría. Matemáticas de los ojos y de la expresión. Observa y comprende que esas mujeres conocen lo que es la tristeza y la camuflan bajo vestidos sustanciosos, gasas amables, plumettis soñadores. Son mujeres-alma. Esas mujeres nos representan. Quieren escribir una historia cuyo argumento se les escapa. Porque hay un vacío enorme en ese armario repleto de ropa que nadie se pone porque no existe la pasarela que conduzca al puente de Brooklyn. Lillian Bassman nació en Brooklyn y fue a morir a Manhattan. En ese tránsito se resume un gran número de miradas que pasó de la superficie al interior. Asomada al puente, viendo las aguas del Hudson, quizá allí estaban las respuestas, o quizá estaban en las manos de Paul Himmel, o en el objetivo de su cámara. Tuvo una razón y la llevó a cabo sin preguntarse el por qué. 


Las mujeres de Bassman no parecen felices. Tienen un gesto sobrio y huidizo que me confunde. Pero yo soy, en esencia, una mujer confundida, equivocada. Puede esas mujeres hayan escapado de una revista de modas, de una sesión para el mejor modista del momento, pero ocultan la cara y todas parecen esperar algo distinto. Esperar es una trampa, la espera es una trampa. Esperas y esperas, pasa un día y pasa otro, pero no ocurre nada. Y, entretanto, el tiempo se te acaba. Pasan los años y tú esperas, pasan los silencios y crees que alguna risa vendrá a llenarlos. Pero, la mayoría de las veces, no es cierto, y eres una vagabunda que sale de las páginas rosas del cuaderno de niña para llegar a las páginas amargas del diario de tu pérdida. No es el diario de Bridget y tú no eres un actriz rubia y con minifalda. Eres una mujer esperanzada que nunca va a encontrar ese camino. Y no eres la única. 


La historia de Bassman tiene dos secretos: el amor de Paul y la fotografía. Y ambos secretos conviven desde siempre. Hay biografías que son así: serenas, como un río que transcurre sin dobleces, sencillas, llenas de luz. Quizá por eso el reverso de todo está en las fotos, en esa manera oblicua de mirar, en esos negros y blancos que se funden, en esos gestos opacos, en esas miradas a cubierto. Dicen que, tras veinte años de hacer fotografía de moda, decidió cambiar y convertir en imagen su pensamiento, esas mujeres desairadas, perdidas, fugaces, vulnerables. Las mujeres fugaces son aquellas que únicamente pueden expresarse como son algunas veces, muy pocas, cuando florecen por algún motivo. El resto del tiempo están escondidas en sí mismas, como plantas que necesitan un determinado tipo de abono. Ese abono es la Verdad. 


También hay hombres en lucha consigo mismos. Tienen miedo a expresarse y están indefensos. Necesitan razones que no encuentran y se sienten atados a un dolor que no les pertenece. Expresan el miedo a través de palabras difíciles, de palabras duras, de gestos agrios. No pueden evitarlo. En ellos también vive la duda, vive la soledad, vive la falta de ilusión, vive el tiempo que nunca convirtieron en tarde de verano. Las aguas se mueven sin esperar la calma. Son gestos de tristeza y no lo saben. 


En ocasiones, alguno de esos hombres de luz, se marchan y dejan el campo árido, sin semilla y sin aliento. Otros, buscan desde muy jóvenes la calidez del abrazo que los hará entender que nada está perdido, aunque así lo parezca en las tardes de otoño. Ambos, ellos y ellas, se asoman a la vida en busca de una forma de equilibrio entre la realidad y el sueño. Entre el sueño y el deseo. Entre la realidad y el deseo. Algunos son poetas y saben escribirlo con palabras agudas que harán historia. Otros lloran y beben alcohol y se arrastran sin pedir perdón a quien no existe. Sus ojos están secos, porque...han llorado tanto. 


¿Qué hacer, dónde mirar, qué soy, por qué me detengo, qué me falta, qué es esto? Las preguntas se agolpan y el rostro tenso revela la nostalgia y también la amargura, las dos caras del adiós no deseado, de la marcha imprevista, del duelo, de la muerte. Qué inútil engañar a la tristeza, si ella sabe, tan bien como nosotros, que la tristeza mancha y su mancha se queda y no se marcha nunca, ni se limpia, ni cambia. Que la tristeza sigue, permanece en nosotros, es nosotros, nosotros, la tristeza...


(Todas las fotografías son obra de Lillian Bassman, excepto la del hombre del puente que es de Paul Himmel. El título es una frase de Victoria León, como se ha dicho) 

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