Ese calor que te cambia la vida


De mis veranos juveniles recuerdo la sensación de calor. En La Carolina, el calor del verano es asfixiante y nos obligaba a pasar la mayor parte del tiempo en bikini y remojadas. Las noches tenían una sequedad especial y se prolongaban hasta la madrugada, esperando que algún hilo de aire de Sierra Morena aliviara los cuerpos. En Barcelona, los días de calor se pasaban en Sitges o en Lloret, cuya playa nos parecía, a los atlánticos, absolutamente de papel. Una vez en Murcia, en la Manga, la temperatura del agua asemejaba una olla hirviendo y de poco servía el remojo. 

Solamente los veranos junto al mar de Cádiz tenían ese frescor que los diferenciaba y que los hacía llevaderos y calmos. La conjunción de vientos, la alternancia del poniente, del levante y del sur, se antojaba caprichosa pero un día supe, al estudiar Geografía en la Universidad, que todo aquello tenía un orden e, incluso, un concierto. Conciertos como cualquiera de los que disfrutábamos en la playa de Sanlúcar o en Valdelagrana, donde, en una ocasión, viví en directo un eclipse de luna. La luna, la bella luna, que diría Olimpia Dukakis en el cine...

El cine ha mostrado el calor en muchas ocasiones. Forma parte casi de la liturgia de las películas noir y de los dramas judiciales. Calor el que pasaron, en la sala del jurado, los doce hombres sin piedad con Henry Fonda al frente, vestido de lino, ese tejido que parece llevarnos siempre a Memorias de África. Calor, mucho calor, el de Sidney Poitier y Rod Steiger en la noche del descubrimiento sorpresa acerca de la identidad policial del primero. Calorífica estampa de los garitos de New Orleans, con las mujeres ligeras de ropa y los hombres con cigarrillo a modo descuido en la boca. Calor bogartiano, calor hammettiano o chandleriano. Elija usted su calor más agradable. 


En Florida hace mucho calor. Los despachos de los abogados de segunda son un horno. Malos ventiladores y muchas cocacolas para poder siquiera continuar trabajando, a la búsqueda, quizá, de un caso espectacular que te cambie la vida. La mediocridad cansa. Tal vez una noche, hastiado ya de no poder dormir con la canícula, uno de esos abogados decida airearse por ahí y tope, por qué no, con la mujer de su vida. No siempre la mujer de tu vida es la que te lleva al altar. Hay mujeres de tu vida que te implican, directamente, en un asesinato. 

Matty Walker es de esas. Lleva una ceñida falda roja tubo y una camisa blanca impoluta que, oh descuido, acaba de mancharse con un helado de turrón. La mancha ha caído sobre la camisa, justo a la altura del pecho y se ha posado ahí, como si fuera un río o un reguero de lava de un volcán a punto de erupción. Ned Racine, que así se llama el joven abogado de segunda, y Matty, observan con estupor y ansia las campanitas de la lujosa casa de los Walker, al moverse con el aire fresco que la colina trae a esa zona de la ciudad, residencial y llena de coches de marca. El calor los abrasa. El calor enloquece. Sudar no es solamente mancharse la ropa, el rostro, el cuerpo entero. Sudar es sentir que hace falta algo que alivie esta opresión, este brutal deseo que se concentra en uno y del que quiere librarse cuanto antes. Aliviarse, sentirse fuera de ese círculo de fuego, pegajoso y desesperante. Respirar. 

Ned Racine escucha el sonido irregular de las campanas que bordean el porche de la residencia Walker. El marido no está, es el ausente, la víctima que desconoce todo. Al otro lado, a través del cristal, divisa a la mujer que lo mira, esperando que algo ocurra. Y ocurrirá. “Tómame” es la palabra. Como si fuera una canción de Mocedades, pero sin versos. Y sin besos. Porque el beso es ternura y aquí hay mucha pasión únicamente. O, nada más y nada menos. Como gustéis. 

Si haces el amor una y otra vez, sin embargo, no esperes que el calor se vaya. Volverá redoblado y Matty entonces se sentirá decepcionada. Un hombre no puede detenerse si ella no lo ha permitido todavía. Pero he ahí que, al fondo, se entreabre una puerta por la que se deslizan las palabras que a los amantes tan raras resultan: dinero, marido, herencia, muerte. Alguien debe morir para que los cuerpos puedan seguirse uniendo en esta fantasía de calor y de noche sin fin. 

En la vuelta de tuerca jamesiana ella domina todos los resortes. El joven abogado de segunda ha perdido de antemano. Nada de lo que haga podrá librarlo de esto que él mismo se ha buscado sin saberlo. No han sido sus ojos grises, ni su perfil, ni su 1.88, ni su ingenio provinciano, ni su brusquedad amatoria, ni su fuego…ha sido su pasado. Un pasado turbio, prendido de problemas, que Matty Walker conoce y que la atrae como un imán. Un hombre y lo que fue. Sin campanitas, ni helados derramados, ni cuerpos sudorosos, ni fiestas improvisadas, ni deseo, ni calor. Nada. Tan solo muerte. 

El castillo de naipes se derrumba. Al fin era lo de siempre. Aquello que anuncian desde antiguo los que analizan el comportamiento humano. Interés y dinero. ¿Dónde la pasión? ¿Dónde el deseo? Ned Racine ha soñado y se ha encontrado con un sueño que solamente puede conjurar un Mickey Rourke que aún no había descendido a los infiernos. 

Sinopsis: 

En un sur azotado por el calor inmisericorde de todos los veranos, malvive Ned Racine, abogado de segunda fila en un mundo de segunda fila que ve pasar a los que forman la primera fila sin poderse acercar a tocarlos. De ese mundo viene Matty Walker, la mujer insatisfecha de un hombre rico y mucho mayor que ella. La aparente pasión que la acerca al abogado parece trastocarse en un interés tan común como la historia de los hombres: quiero ver a mi marido muerto para ser una mujer muy rica. 

Algunos detalles de interés: 

Lawrence Kasdan dirigió en 1981 este “Fuego en el cuerpo”, tórrido thriller con aires judiciales. Él mismo escribió el guión con toques de novela negra y una especial importancia de las pasiones sexuales. La extraordinaria música de John Barry pone el contrapunto exacto a las escenas más excitantes. Una generación de espectadores se enamoró con ella. La mitad, se enamoró de la propia protagonista, Kathleen Turner ( Springfield, Missouri, 1954), a la sazón 27 años, en su debut cinematográfico. 

El papel del abogado lo interpreta William Hurt (Washington D.C., 1950), en su década actoral más famosa, aunque su trayectoria es larga y continúa con su último papel en “La desaparición de Eleanor Rigby” de 2013, en la que hace de padre de Jessica Chastain. Memorable me parece su rol de William Marshall, consejero de Ricardo Corazón de León, en el “Robin Hood” de Ridley Scott, rodado en 2010 y con Russell Crowe como el héroe de Sherwood. 

La fotografía de este drama sureño es de Richard H. Kline. En el reparto están también un estimable y ajustado Richard Crenna, como el marido de la protagonista, así como Ted Danson (inolvidable intérprete de la serie “Cher” y de “Tres solteros y un biberón”) y el todavía joven y atractivo Mickey Rourke, en un corto papel de canalla simpático. 

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