Dejar atrás un sótano más negro
Las penas de los hombres son eternas. Se mueven en un círculo que avanza pero que no termina. Y se contagian los dolores de los unos a los otros y toda la historia está llena de ellos y de ellas. No importa la época, la clase social, la vestimenta. Tampoco importa la edad, el aspecto físico, el trabajo que ejerzas o la vida que lleves. Lo que suele ser definitivo es la emoción, la forma en que contemplas lo que eres y ese río que te arrastra algunas veces.
Hay quien solo reduce el sufrimiento a la pérdida, la enfermedad o la falta de recursos, pero los hombres modernos sabemos que la existencia tiene, cuando la vida cotidiana no se ha visto alterada por problema mayor, un vaivén que la convierte en fuego, que la convierte en luna, que la convierte en llama. Es el amor que pasa, nos diríamos. El amor, esa sensación inexplicable que todos hemos intentado vivir cuando ha llegado y que en tantas ocasiones ha sembrado de dolor las horas y las ha convertido en un desastre. También existen quienes distinguen amores de obsesiones, amores de deseos, amor de dependencia, y hablan de amores tóxicos, amores innombrables, platónicos, perdidos, obsoletos, descuidados, capaces, inútiles, absurdos, toda clase de gestos en nombre del amor, en torno del amor, alrededor de una palabra que, de no pronunciarse, nos haría más tranquilos pero no más felices.
No hablo del amor a los hijos, del amor a los padres, del amor familiar, del amor a las cosas, del amor a la vida, del amor a los sueños, del amor al paisaje...Hablo del otro, amor-amor, amor de los poetas, amor de sinsabores, amor de noches plenas, amor de los amores. Es este otro, esa clase de amor, que decía Doris Lessing, el que a veces te clava, sin quererlo o queriendo, una daga en el hueco en el que estaba antes la sonrisa, o la risa, o la fuente. Este amor puede elevarte y hundirte. Puede convertirte en más persona, en un ser descarriado. Puede abrazarte en su seno o despedirte sin reservas. Puede hacerte feliz o desgraciado.
Desde que Marianne Dashwood leyera su librito de sonetos de Shakespeare, recostada en un pequeño e incómodo sofá georgiano, mientras su mirada volaba hacía Willoughby, sollozando por dentro ante la expectativa y, mientras a lo lejos la tristeza cansada del coronel Brandon ansiaba lo que sabía que era imposible...Mientras Elinor Dashwood renunciaba internamente a Edward, siempre dispuesto a cumplir su palabra sacrificando todo, hasta la dicha...Mientras tanto, cualquiera de nosotros, podía verse envuelto sin pensarlo, en un entretenido affaire de poca monta, que santificamos porque la vida engaña, que hacemos centro de nuestra vida inmerecidamente y que nos sepulta en la almohada a base de lágrimas saladas y constantes.
Así, los días, las horas, los tiempos y los cantos, tienen color oscuro. Se marchan los azules clamorosos, se alejan los verdes esperanzados, se agotan los rojos inconscientes, se ocultan los amarillos dulces, se terminan los violetas de fuego...todo se vuelve oscuro, y es esa oscuridad la que en ti se aposenta y te convierte en un muñeco de feria sin rostro y sin mañana. En una voz sin futuro. En un eco sin días. En un juguete en manos de un destino que no elegiste, que no buscaste pero que has permitido, así, seguramente, porque el amor engaña y obnubila y tergiversa y hace vibrar con el sonido falso de las voces equívocas.
Solo el poeta, solo el verso, solo el eco sentido del poeta, solo su palabra, solo el verbo, los adjetivos claros, solo una frase, un verso, solo un verso tan solo, solo el poeta te dirá qué hacer en medio de las dudas. Lo dice Gil de Biedma: Dejar atrás un sótano más negro.
(Fotografía de Saul Leiter)
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