Declaración de amor

(Renoir. Dos niñas al piano)

El colegio aparecía en la esquina de una espaciosa calle del centro. Estaba rodeado de casas hermosas, la mayoría de ellas de una planta, aunque estaban coronadas por torres, buhardillas o azoteas al estilo del sur. La fachada era blanca con remates de color albero y tenías que subir tres escalones de mármol para acceder a la entrada, bordeada de azulejos esmaltados, formando cenefas y dibujos geométricos, verdes, azules, malvas y corintos. Después, traspasando una puerta de hierro y de cristal, aparecía el enorme patio, cuadrado y enlosado en tonos ocres, al que se abrían las aulas, los servicios, y, al fondo, una puerta secreta que comunicaba con la casa del director. 

El zumbido de la poesía se oía a veces en alguna de las clases y también el dictado de Platero y algunas canciones que los más pequeños entonaban con poca fortuna. Un piano estaba en un rincón de la sala de música y la pequeña biblioteca estaba forrada de arriba a abajo con estanterías oscuras en las que los libros discutían por ofrecer un mejor toque de color. Las aulas eran muy grandes y todas ellas tenían ventanales que ofrecían la vista de la calle. Ventanas con postigos azules, cristales vidriados y unos pomos enormes, a modo de cancelas. 

Lo mejor del colegio era la maestra. Era muy joven y este era su primer trabajo. Llevaba el pelo recogido en una coleta y cada día cambiaba de color el lazo que la adornaba. Llamaban la atención las uñas, largas, rojas, espectaculares, como si fuera una actriz de cine que fuera a rodar un anuncio. Algunos días se ponía un pequeño collar de cuentas rosas, otras veces llevaba un broche en forma de mariposa. Se reía mucho y tenía una voz algo chillona que empleaba en reñir pero que sonaba bien en las funciones de teatro y en los ensayos de música. La maestra corregía pacientemente los cuadernos y se enfadaba cuando no estaban bien alineados encima de su mesa o alguno se caía al suelo. Explicaba la geografía sobre un gran mapa que estaba en un lateral y colocaba en la pizarra las tareas de cada día, la fecha y una pequeña anotación climática, por ejemplo: 22 de octubre, viento del sur. O: 14 de diciembre, está lloviendo. Parecía una mujer del tiempo que fuera a anunciar en la televisión todo eso de las borrascas y los anticiclones, fenómenos que peleaban entre ellos continuamente para ver quien llevaba la voz cantante. 

La clase de la niña de cabello castaño con reflejos dorados tenía tres filas de dos bancas cada una. A ella le gustaba sentarse delante para no perderse nada. Así, su sitio estaba, precisamente, en la primera fila de en medio, entrando a la derecha. Su compañera de banca se llamaba Mónica y tenía la nariz llena de pecas. La mirabas y parecía que las pecas iban a salir andando, a asaltar el espacio. Pero no. Se mantenían firmas alrededor de la nariz y en los pómulos. A Mónica le costaba trabajo aprender ciertas cosas y era también, como decía la maestra, un poco lenta. Por eso la sentaron con la niña porque la maestra tenía la idea de que una alumna buena ayudara a una alumna peor. Así estaba organizada toda la clase. 

Una vez salieron al recreo, a dar saltos en el patio, a contarse secretos y a empujarse unos a otros. Cuando volvieron, la niña reparó en un papelito que estaba colocado encima de su mesa, sujeto con un lápiz que habían colocado encima. El papelito era de rayas y alguien lo había arrancado de su bloc, lo había escrito y puesto ahí sin ser visto, seguramente. Tenía una simple frase. La letra era irregular y el lápiz era desconocido para ella. Sus lápices siempre estaban dispuestos y bien afilados, así que ese lápiz pequeño e irregular tenía un dueño al que no identificaba. La niña leyó la frase y la guardó en su mochila. No supo quién la escribió y tampoco preguntó a nadie. A nadie contó lo que había ocurrido, a nadie explicó lo de la frase, el papel y el lápiz despuntado. Llegó a casa y volvió a leer la frase a solas. Guardó el papel en uno de sus libros, una edición antigua de "Alicia en el País de las Maravillas" que le regaló su madre en un cumpleaños pasado. Estaba en la página 17, un  número mágico para la niña, no diremos por qué. 

Otra vez, siendo ya mayor, ordenando sus libros, la niña que ya no era descubrió el papel, volvió a leer la frase y sonrió sin remediarlo. Se volvió a preguntar quién y por qué. Volvió a guardarlo y dejó el libro en su sitio exacto, en la estantería junto con Mark Twain y Joseph Conrad. La visión del papel y de la frase le trajo a la memoria todo eso: el colegio, sus azulejos, su patio, sus ventanas, las pizarras, la música, el teatro, su compañera Mónica, su maestra. 

La frase decía exactamente: "Te quiero, niña de la fila de en medio" 

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