El hilo dorado
("Tristeza", Ramón Casas)
Miró hacia atrás y no halló nada. Tenía sesenta y seis años, nueve hijos y acababa de quedarse viuda. Miró a su alrededor y no halló nada. La casa tenía un aire espectral, el mismo que adquirió cuando todos supieron que él iba a morirse. Nadie advirtió los síntomas, nadie supo que algo le pasaba, salvo por una leve tristeza y un cansancio nuevo. Ni ella lo supo y era la mujer con la que había convivido más de cuarenta años. La enfermedad cayó como una losa porque ese hombre generaba a su alrededor todas las unanimidades, era la fuerza que hacía brotar los días y el aire que movía las hojas. Las hijas lloraban a escondidas, los hijos se asustaron. Eran los más jóvenes y tenían poca experiencia de la vida. Un parasol de dicha los había cubierto hasta entonces. Ella supo que todo se acababa un día que encontró al hombre desnudo, sin poderse mover, mientras dos de sus hijas lo aseaban. Aquello le rompió el corazón. Siempre había sido tan pudoroso que ni en la playa se despojaba de su pantalón fino y su camisa de manga larga. Esa visión convirtió el final de los días en una pendiente que quería recorrer cuanto antes. Perder su intimidad era ya demasiado para él y ella lo sabía.
Murió silenciosamente. Se quedó dormido y solo un color amarillento en su rostro, como el de un pergamino, y las líneas azules que se dibujaban en sus pies, pudo decirles que el final había llegado en una madrugada de noviembre. Ella estaba a su lado, en un sillón, con la cabeza caída a uno de los lados, cansada, con los ojos cerrados. Dormida. En el instante en que él se marchó ella dormía. El sueño la venció y no pudo evitarlo. Pero esta idea la atormentó aún más que la pérdida. Y luego hubo una frase. Una frase dicha en los últimos días, cuando todo parecía perdido y él no podía moverse de la cama. Ella, en el sillón, con la espalda recta y los ojos abiertos, punzantes, doloridos, lo miraba marcharse en una neblina insoportable.
Entonces, en un momento claro, él alzó la cara suavemente y la miró a su vez. Te quiero mucho, le dijo. Y ella le creyó. Era la única vez que esta frase salía de su boca. Más de cuarenta años juntos y era la única vez. A los pocos días, cuando llegó la muerte, ella solo podía recordar esas palabras y así fue el resto de los días, en el duelo, cuando llegaron los hombres de negro, en el funeral, en la iglesia, entre flores. Te quiero mucho, esa era la frase que retumbaba en su cabeza. La frase que oía en sueños una y otra vez. A pesar de que no estuvo despierta a la hora de morirse, él la había amado. Y ella no lo supo hasta entonces. Siempre creyó que no la quería o que no la quería lo suficiente o que quería mucho más a sus hijos que a ella. Pero él había guardado la frase hasta el momento crucial, como una joya dentro de un cofre. Y la frase salió en ese instante en que no se miente, en que ya da igual la apariencia o la conformidad. Te quiero mucho. Él, el hombre al que había adorado desde los quince años, la quería. La había querido siempre.
Así que el lazo se cerró en torno a su corazón, la aprisionó y nunca más pudo desatarse.
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