Hombre ansiado
Era una tarde de otoño ventosa y fría. El suelo estaba húmedo. El día anterior había estado lloviendo. Los castaños, perdidas sus hojas, ofrecían sus ramas desnudas a la intemperie. Sonaba a soledad ese camino perdido al final de la casa. Nadie solía andar por allí. Nadie lo conocía.
Ella salió de casa apresurada. Como si temiera que alguien la vigilara. Como si cometiera un pecado mortal. Creía en los pecados. Sabía que estaba condenada, porque, cada día de su vida, el pecado la cercaba como algo inevitable.
Pero no le importaba. Ahora solo tenía un deseo. Un único deseo. Un deseo irrefrenable. Un deseo que todo lo cubría. Que todo lo ocupaba. Que todo lo llenaba de suaves aristas, instaladas bajo la piel, como si fueran hormigas que corrieran a sus anchas. Como si el surco de las venas se llenara de espejos que le devolvieran su imagen en esos instantes previos.
Los ojos llenos de fuego, las manos ansiosas, el cabello despeinado. Un vestido rojo oscuro con las mangas largas y el talle cansado. Su paso rápido la hizo llegar enseguida al otro lado del parque que rodeaba la casa.
Allí, en un lugar semiescondido a las miradas de todos, oculto en realidad a la vida, estaba él. Se había quitado la camisa de cuadros, de tela áspera y gastada y se lavaba con parsimonia en un balde de zinc.
La contemplación de su belleza la dejó paralizada. Lo deseaba tanto como lo quería. O quizá no era amor, solo deseo y eso era ya bastante. Demasiado para quien, como ella, peinaba atardeceres en el mayor silencio.
(Pintura de Leon Kroll. 1884-1974)
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