Carta a un hombre que no debió morir


(Gregory Peck fotografiado por Nina Leen en 1947) 

Esa noche no me asustaron los fuegos artificiales, no escondí mi cabeza debajo de la almohada. Tampoco me dio miedo la tormenta de meses después. No perdí los nervios en el barco, ni en el avión, ni en ninguna circunstancia. En todos los momentos complicados se oía la balsa serena de tu voz diciendo: Respira. Así que respiré y al final de esa respiración siempre estabas tú. El hombre bueno, el tipo cabal, el enterrador de la zozobra, la terminación del miedo. La única persona que me conocía tal y como soy, a pesar de que no leíste nunca a Jane Austen, a pesar de que no leíste nunca lo que yo escribía. He conocido a muchos hombres. A algunos de ellos los quise. Otros me quisieron. Nadie me quiso como tú. En todas las circunstancias y eso no era fácil. Sabes, sabías, que soy quisquillosa, irascible, miedosa, susceptible. Sabes, sabías, que necesito llevar la razón en algunas cosas. Que conmigo es difícil discutir. Que me enfadan las cosas mal hechas y que las tormentas me abruman. Lo sabes, lo sabías todo de mí. Sobre todo lo malo. Me querías pese a todo, o, quizá, precisamente por eso. No te hacías ilusiones de cambiarme. No querías que cambiara. Me querías entera, con lo que fui y lo que podría haber sido. No debiste morirte. Porque tú no puedes vernos, no puedes estar pero yo estoy segura de que no queda nadie que me ame después de conocerme. Exactamente. Sin tener que fingir que soy peor. Sin tener que simular que soy perfecta. 

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