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Un Museo para andar por las nubes


Una vez, cuando tenía quince años, un grupo de amigos de la pandilla de entonces inventamos un viaje a Madrid. Después de mucho rogar a los padres, de firmar papeles que no servían para nada, de jurar y perjurar que seríamos buenos, ellos dijeron que iban a confiar en nosotros y que el Talgo nos esperaba para que no hiciéramos locuras. Éramos tres chicas y tres chicos, solamente amigos, nada de parejas. Y aprovechando un puente nos fuimos a Madrid y allí tuvo lugar una aventura que nos llevó a los leones del Congreso, al Rastro, al parque del Retiro, a los sandwiches de Rodilla, a montar en karts, al museo de cera, y, cómo no, al Prado. También visitamos el templo de Nebod y un día nos escapamos a Ávila y Segovia, y fuimos a la Granja y a Aranjuez, y a la Plaza Mayor, en fin, toda la ruta que seis chicos de provincia eran capaces de hacer en cinco días. 


Nunca hablamos de esto y, llegado el momento, cada cual siguió su camino. No les conté que mis dudas se disiparon en el Museo del Prado. Siempre había querido ser escritora y antes de eso quise ser actriz y todavía antes cantante de un grupo de rock y antes marino mercante y antes nube. Esas cosas no las relataba a nadie, se quedaban guardadas en las hojas pálidas de mis cuadernos de notas, de esos diarios que llenaba a montones y que están guardados, a la espera de que la posteridad deduzca que yo soy un genio inexplorado. El Prado orientó mi vocación, me avisó de que mi sitio estaba allí, no en la filología que expurga en las palabras como si estuviera haciendo una autopsia, no en la filosofía plagada de experimentos conceptuales y de extraños silogismos, no en la geografía y sus amplios horizontes, meridianos y paralelos innumerables. No. Estaba en el Arte. La Historia del Arte era el objetivo y también el inicio y el camino y casi todo. El Arte. La pintura, la escultura, la arquitectura. Y también la fotografía, y la música, y el diseño, y las instalaciones, y las galerías, y los estudios de pintor con sus luces huecas. 


El Arte era la emoción y el Prado el Sumo Sacerdote del sagrado oficio de conocer colores, pinceladas, huecos, expresiones, gestos, texturas, acabados, iconografías, restos, intenciones, artistas y fuentes exploradas y sin explorar. El Prado fue el sitio en el que, contemplando algunas obras, me quedé tan extasiada que olvidé que la hora de comer se acercaba y las pizzas estaban tan ricas y crujientes en aquel localito hoy inexistente. El Prado consiguió el milagro de olvidar el cansancio, los pies hechos trizas de vagar de un sitio a otro de la ciudad, sin ánimo de parar ni un momento, absorbiéndolo todo. El Prado fue el motivo por el que todo encajó en un extraordinario puzzle de desconcierto que es el que vive en la cabeza de los adolescentes cuando han de elegir su camino. Es esto, exactamente esto. Quiero saberlo todo de esto que contemplo. Quiero saber por qué, quién, cuándo y cómo. Quiero saber hasta dónde, quiero tenerlo todo al alcance de la mano. Quiero explorar y ser, tal y como aquí dice: con la fuerza de las manos y la voluntad del talento. 


El Prado ocupa en mi cabeza un lugar junto al cine clásico, la música flamenca, los libros de Jane Austen, la casa familiar, el pueblo en que nací, la ciudad en la que viví y el barrio que elegí junto a este río. Es un emblema cotidiano de la reconciliación conmigo misma. En los momentos de desánimo miro las fotos de los cuadros y observo las imágenes. En los momentos felices invento historias que transcurren entre sus bambalinas. Es un gran teatro de la fantasía. Un gran recurso de la imaginación. Una gran fuente de ingenio. Eso es el Prado, que ahora cumple años y que ha decidido comprarse ropa nueva y montar no sé cuántas exposiciones que no quisiera perderme. En este tiempo en que el AVE ha sustituido al TALGO y ha distancia se ha hecho más corta, en este tiempo en el que "la persona que más quiero" vive cerquita del Museo, quisiera que todos los dioses se aliaran para permitir que esa celebración me alimente el alma. 

(Fotos: página web del Museo) 

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