La trampa del cariño
Adéle tiene una voz aguerrida y lanza notas al aire con la
facilidad de un paso de baile. Va subiendo de intensidad la música y entonces,
cómo no, se descosen las costuras del alma y tienes que volver a la vida. Has
guardado en el último cajón del pensamiento todo lo que le atañe, pero la
música es la llave que abre los recuerdos. Y la fatídica trampa del cariño, que
convierte en una nítida sensación de pegajosa ausencia tantas horas en las que
has procurado no pensar.
Paseas por los jardines imaginarios en los que el olor de
las plantas te consuela, recorres con los pies desnudos esas playas que nunca
pisarán sus pies, pero, a pesar de todo, tienes que intentar recomponer el
gesto, porque ninguna mujer debería echar de menos lo que es un motivo de duda,
de desconcierto, de pesadumbre. Nadie tendría que vagar en los sueños
inexistentes, ni despertarse con pesadillas de lo que no ocurrió porque no
había motivos.
La voz de Adéle se curva, sube un recodo y te planta arriba,
cerca del cielo, en una alta montaña, una colina, desde la que puedes divisarlo
todo. Ha salido de sí misma para enseñarte, sin excusas, que ahora no puedes
empezar de nuevo un camino que termina en lo oscuro. Te dice que esperes, que
no seas impaciente, que todo el olvido necesita reposo, que la prueba del adiós
es difícil y angustiosa, pero que es peor aún el miedo, el desasosiego, la
esperanza inútil.
Ese vaivén del corazón prisionero de algo que tienes que
esconder sin que nadie lo observe, esa vuelta al tiempo en el que la soledad
era el tema de la canción, todo eso te trae ahora la música que suena, el brío
de la voz desencadenada, el empuje de las notas sin miedo, con la nitidez de
quien sabe que, a pesar de todo, hay un día que vivir, aunque solo sea porque
es lo que tienes y es lo que está en tu mano y lo otro, ya sabes, es una herida
hecha de fantasía engañosa.
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