Cartas que ya no te escribo
Escribir cartas es un arte. Jane Austen lo poseía. Las que escribió a su hermana Cassandra son las mejores, aunque se conservan muy pocas. El secreto estaba, según ella misma dijo en más de una ocasión, en expresarse de igual forma que lo haría si la persona estuviera presente y hablara con ella. Espontaneidad con estilo. Nada de tiesuras, actitudes impostadas, cursilerías o inventos chinos. Pura y simple naturalidad, ese dejarse llevar por las palabras, por los acontecimientos, ideas, pensamientos y noticias. Mi corazón se transformaba en escritura.
Así eran mis cartas, las que tú no recuerdas. Numerosas, largas, sentidas y tiernas cartas. Las escribía y, como no es caso de usar palomas mensajeras, correos del rey, ni siquiera papel, sobre y sello, te las hacía llegar por el correo electrónico y constituían una prueba segura de que entonces tú merecías la pena. Contar algo, escribir una carta, es una de las muestras más generosas de entrega que pueden hacer los seres humanos. Darse al otro en forma de relato. Convertir tu vida en una historia para que pueda ser leída y conocida. Mis cartas, que a veces alababas porque decías que eran divertidas, intensas y bien escritas, dejaron de llegarte aunque no las añoras, ni las echas de menos, ni has reparado en ello, bien lo sé. Eran un símbolo.
Las cartas que ya no te escribo no son palabras ni emociones que se pierden. No. Aunque no estés tú al otro lado ellas siguen su curso, se convierten en otra cosa, porque para alguien que tiene en las letras su universo más cierto, no existe silencio ni muro a la hora de expresarse o de decir.
Así que esas palabras, que primero se mezclaron con el agua de las lágrimas como las escorrentías que deja a un lado la lluvia en los pantanos, recuperaron un día su razón de ser y se mueven airosas y van al sitio en que se las escucha y entiende. Y luego está el silencio, ese del que tanto he aprendido y al que tanto recurro ahora que tú no escuchas ni te cuento.
Alguien que no repara siquiera en que han dejado de llegarle cartas no posee la cualidad de merecer leerlas.
Así que esas palabras, que primero se mezclaron con el agua de las lágrimas como las escorrentías que deja a un lado la lluvia en los pantanos, recuperaron un día su razón de ser y se mueven airosas y van al sitio en que se las escucha y entiende. Y luego está el silencio, ese del que tanto he aprendido y al que tanto recurro ahora que tú no escuchas ni te cuento.
Alguien que no repara siquiera en que han dejado de llegarle cartas no posee la cualidad de merecer leerlas.
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