Hoy el silencio agitaba los árboles
Callé durante mucho tiempo porque el sonido de mis palabras molestaba al silencio. Se convertía en rugido de león, en arduo incendio invocado, en lucha constante, en manantial que no cesa. Así callé, para que los ojos pudieran mirar tranquilos, sin dolores ni reservas, en un ejercicio puro de belleza sin mancillar. Callé en los días venideros y en el pasado, al latir del corazón y en las penumbras. Doblé el hueco de las palabras sobre las manos quietas y me convertí en humo, una palabra sin color y sin brillo.
Creí así que el amor o quizá la amistad que también es su nombre, redoblaría sus hojas y se unirían, en un esfuerzo causal y conmovido, con esa otra parte de la vida que se escribe en la sombra. Creí así que conseguiría una mirada tuya, un espacio escondido pero tierno, abierto en cualquier parte, sin seudónimos. Soy yo, dirías y ahí estás tú, sé lo que eres. Creía así que ese juego de las revelaciones tendrían un sentido único que no se acabaría al caer la noche, que no se enjugaría con las lágrimas.
Ahora ya sabes, sé, que equivoqué el silencio, que equivoqué el sonido, que perdí la palabra y que, en lugar de ella, no quedó sino oscura soledad, mentira y una suplantación de lo que fui una vez y terminó. Ahora ya sé que no existe blancura sino sucia apertura sin música ni sueños. Que no hay vestidos largos ni equipajes, que no hay veloces coches cruzando el pavimento. Nada sé, nada soy, nada queda, la palabra voló como todo el hechizo. Las hadas se marcharon. Solo quedan las brujas. Esas vivirán siempre. Acariciando un gato por toda epifanía. Con los ojos oblicuos y la piel al acecho.
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