En cualquier parte crecen rosas
(Rosas de Raoul Dufy)
La ventana tiene postigos rojos. Refulgen a la caída de la tarde. Los tiradores de latón están limpios y en ellos se refleja el sol poniente. Al otro lado del valle se adivinan las potentes montañas que ahora no tienen nieve, sino un manto tibio de verdor salado. La casa se mantiene en silencio, a la espera de que el trasiego de la noche lleve a la cocina la agitación del momento de la cena. Todas las ventanas anuncian que el crepúsculo ha terminado de mezclarse con la bruma de la oscuridad nocturna. Todos los ojos están puestos en ese final del día colmado de sonidos propios. Un leve chisporroteo, la canción que sale de la radio, el ladrido discreto de un perro a lo lejos. Es la hora breve del tránsito. La calle está desierta. Las pocas casas que se abren a cada lado, tienen puertas cerradas, postigos entreabiertos y un sospechoso aire de calma sobrevenida. Este paréntesis tiene a todos inmersos en un tiempo de paso, que dará pronto sitio al jolgorio de los nuevos encuentros.
(Rosas de Auguste Renoir)
Hay un pequeño vestidor con cortinas blancas. El encaje de las cortinas no parece acusar el paso del tiempo. Están bordeadas de una cinta rosa, como si una mujer hubiera creado esta sinfonía de colores tenues y luego hubiera abandonado el barco. La cama tiene un cabecero dorado y, a cada uno de los lados, una mesa pintada de azul, con ese tono desteñido de los muebles que no quieren llamar apenas la atención de los que van a usarlos. Hay en el suelo una alfombra de rayas, que hace cosquillas al pisarla con los pies desnudos y, en las paredes, cuadros de flores que semejan flores, representan flores y logran que sea femenino el paso hacia el pasillo que conduce a una escalera tan firme como errante. El baño tiene un gran espejo ovalado que devuelve tu imagen con una blusa roja, del color del coral, mirada interrogante y mil preguntas, siempre preguntas que llevarte a la boca. Lápiz rojo de labios, ojos inesperados, manos quietas.
(Rosas de Henri Matisse)
Las conversaciones se libran en un lado de la cocina. Allí donde la mesa de madera acoge por lo menos a ocho comensales. Un mantel de lino amarillo con una amapola bordada en una esquina es el lienzo en el que se colocan los platos, los cubiertos y la ensaladera, blanca y con el fondo a modo de mosaico, cuadritos azules y rojos sin interrupción, una fantasía oriental que llama la atención en este espacio silencioso, terrenal y frío. Alguien habla de las rosas de otoño, que crecen al lado de la puerta y se han mantenido firmes a pesar de las lluvias. Alguien quiere contar una historia pequeña en torno de esas flores. Alguien pierde el sentido de las palabras y se mezclan idiomas que quieren explicarse. Alguien sonríe y alguien extiende el brazo y mueve la ensalada y reparte con un mimo especial el contenido de una sopa que antes se ha visto hervir en la cazuela.
(Rosas de Maurice Vlaminck)
Cuando la noche termina de caer te acomodas junto a la ventana, en una silla alta que tiene unos cojines en forma de corazón y abres delante de ti una de esas libretas que lo aceptan todo. Las palabras se destilan como si fueran gotas de rocío en la noche y miras a lo alto y a lo lejos, anotando en tu cabeza las imágenes que luego serán letras, y luego serán sueños. Lo has entendido todo. Has sabido que existe otra forma de sentir sin que duela el abrazo. Has visto miradas que no increpan, ni acusan, ni perturban. Has hallado una paz que quizá te rebosa, sin sitio para nada, ni para estarse quieta. Eres tú, te preguntas, soy yo, es la respuesta. No necesito nada, salvo esta paz de ahora. Salvo los ojos tiernos de un muchacho que comienza a vivir. No necesito nada. Menos que nada, llantos. Soy yo. Me reconozco.
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