Intimidad
Anna, Katia y Ruth estaban disgustadas. Se movían con sigilo mental. Sus cabezas tenían demasiadas cosas dentro, tantas que no se distinguía lo bueno de lo malo. Anna estaba cansada de alguna gente, Katia se sentía fea y Ruth tenía miedo. La tarde era bellísima. Todavía el verano no había dejado su estela a favor del otoño y, aunque los días eran más cortos, se conservaba ese sonido cálido de las tardes abiertas a la vida. El encuentro de las tres siempre traía sorpresas. Novedades. Confesiones. Luchas. Confidencias.
Ninguna de las tres era feliz. Eso podía notarse si entrabas con cuidado en la conversación y atisbabas sus palabras en clave. Sobre todo, si mirabas sus ojos. Los ojos de Anna tenían una aureola gris, una especie de pátina que solo el insomnio provoca. Los de Katia se habían encogido y una pequeña sombra violeta los convertía en traslúcidos, del mismo tono que las lágrimas que derramaba a menudo. Por su parte, Ruth los mantenía casi cerrados, temiendo que los atravesara el tiempo, la calma, el despecho, el horror, quién sabe.
El amor de Anna se había marchado. Después de algunos años pensó que no la quería lo suficiente. Esa especie de ficción que mantuvo un tiempo ahora se resquebrajó cuando otra persona pisó la puerta de la casa donde ambos parecían felices. Anna ya no tenía excusas para inventar risas falsas ni para sostener que él era toda su energía.
Katia solo sabía querer de una manera y escogió para hacerlo a alguien equivocado, alguien que no conjugaba el verbo amar sino el verbo desaparecer. Katia no conocía la palabra esperanza, ni la palabra dicha, ni la palabra sueño. Sus lágrimas tenían un sabor de permanencia que ella no podía evitar; aunque a veces le estorbaban, más tiempo eran un consuelo.
Ruth nunca se enamoró. No conocía el vértigo de los sentidos. La pasión no encontraba sitio en ella. Deambulaba por los alrededores de su casa, de sus horas, pero sin atreverse a empujar el muro que Ruth levantaba con plena conciencia de ello. Ruth era una mujer fría, sola y sin deseos. Nada deseaba, sino huir de lo que podía causarle daño.
Solamente en estos momentos claros en los que las tres se unían para expresarse mutuamente sus dolores, la luz de una posibilidad tenía sentido, adquiría corporeidad, podía tocarse. Es así como en la intimidad de una amistad sin fisuras ellas escribieron que hay corazones que no merecen vivir a la intemperie.
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