Prohibido leer a Jane Austen
Una de sus amigas se lo dijo en cierta ocasión. "Tienes el cuello torcido, como las Modigliani". Amiga vengativa, envidiosa, una de esas brujas que aspiran a zorras con el paso del tiempo y se titulan cum laude. Se llamaba Margarita y la odiaba. La odiaba porque ella no se daba cuenta de ese odio y sobrevolaba por él sin ensuciarse la ropa ni el gesto.
Pero aquella frase dicha con mala uva no le molestaba. Le encantaba Modigliani y sus mujeres, esas caras de lápiz ladeadas, las bocas curvas y rojas, los coloretes destacados sobre las mejillas y los ojos sin mirar a ningún sitio. A veces ella seguía su ejemplo. Se colocaba en un banco en el andén de la vieja estación del tren del pueblo y cerraba los ojos. Solamente podía oír el susurro de los pies cruzándolo y el aviso del tren, pero no percibía imágenes ni gestos.
Ella era una niña inteligente y se convirtió en una mujer inteligente. Las mujeres inteligentes son peligrosas. Crecen en un mundo que ellas creen dominar y salen al exterior a base de errores sin remedio. Su ambiente de familia era tan liberal que trataba a los chicos de tú a tú. No era presumida, al uso, sino coqueta. No utilizaba a un hombre para darle celos a otro y era franca con todos. Si lo quería, lo afirmaba. Si no, lo decía también.
Nadie en estas condiciones puede sobrevivir demasiado tiempo sin que le rompan el corazón. Un corazón roto puede recomponerse varias veces. Los corazones son como los niños: de plástico. Por mucho que se caigan, siempre se levantan con una sonrisa y la pierna destrozada. Pero el paso del tiempo endurece el corazón y esa flexibilidad de recomponerse se atenúa. A veces ya no es posible. A veces el corazón se transforma en duro pedernal.
Ella no quiso oír las voces que le hablaban de él y sus defectos. Le dijeron que era mujeriego, que utilizaba a las mujeres, que las dejaba tiradas como a colillas. Mil y una historias adornaban su currículum y había quien se alegraba de lanzar tierra sobre su reputación porque el despecho, el abandono y el odio hacen milagros. Pero ella no quiso oírlos porque lo que tenía de él eran palabras dulces, eran canciones italianas que hablaban de amigos que se encontraban cada año, eran versos de poetas que se escribían con acentos únicos, eran textos, sonrisas, despedidas en clave, besísimos...
Y un arsenal de palabras propias, compartidas, un arsenal de gestos, de finales, díassss, nochesssss, tardessssss, meeeeee. Todo eso se guardaba en ese lugar del corazón en el que se encuentran las cosas más dulces y más tiernas. No hubo besos, ni abrazos, ni caricias, ni amores, ni te quiero; no hubo deseo, ni fulgor, ni pasión, ni añoranza, no hubo sexo, ni camas, ni sábanas calientes....solo palabras escritas el aire, palabras dichas por el aire, aire preñado de palabras....
Un día ella supo que todo era impostura, que todo era mentira, que era fácil decir palabras y lanzarlas sin más; que no existía nada. Supo que él atizaba los fuegos desde lejos como si fuera un pastor que mueve a las cabras con una varita de abedul. Supo que ella era uno de esos fuegos y que se habían terminado las brasas, no existían pavesas para remover, todo estaba seco, umbrío, húmedo, lánguido, perdido.
Sin saber cómo, sin entender lo de antes ni lo de ahora, ella recoge sus palabras, las que iban danzando de su boca a la suya, las guarda todas, las deposita dentro de sí, en un lugar inasequible, allí donde nadie puede imaginar que están, y no espera nada. Borra de su vocabulario algunas palabras: besukis, besísimos, corazón...y muchas otras cuyo significado no podríais entender. Borra un paseo junto al río bajo la lluvia. Los partidos de fútbol. Los textos incompletos. Las ideas. Borra las risas contagiosas. Tú me llamas, amor, será que vas en taxi. El manos-libres. El programa del día. Lo borra todo.
Una mujer inteligente no puede dejarse engañar de esta manera, piensa. Una mujer inteligente tiene que saber, mirándolo a los ojos, si ese hombre miente cuando dice que hay amistades que viven para siempre. Las mujeres inteligentes no deberían leer a Jane Austen.
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