Ir al contenido principal

No queda amanecer



Podría decirte que eres un canalla. Un desaprensivo. Que me has tomado por una puta. Alguien que se vende por placer. Y que me merezco por eso el consiguiente castigo: esperar. Esperarte. Que mi vida de mujer casada razonablemente feliz se ha venido a pique porque soy una persona insatisfecha y tú solamente has jugado un papel secundario. El de alguien que me ofrece lo que nunca he tenido. Placer. Podrás decirme que fue bonito mientras duró y que nada tiene demasiada importancia, que no se puede ser tan intensa, ni tan romántica, ni tan sentimental. Que, al fin y al cabo, la vida son dos días y hay que vivirlos a tope. Podríamos intercambiar estas frases si tú no hubieras desaparecido, si supiera donde encontrarte, dónde estás y cómo te llamas. No tienes nombre ni dirección ni biografía. Y yo soy una mujer a la espera. 

No se puede vivir esperando. No se debe esperar nada de alguien que te confiesa el primer día sus intenciones. El único día. No soy una mujer fácil, ni una aventurera. O no lo era. O no sé si lo soy. Ahora ya no estoy segura de nada. Has hecho que dude de mí misma. Lo único que sé de mí es que soy alguien que se ha acostumbrado a esperar. 

Recuerdo la noche en que nos conocimos. La única noche. Entré en ese garito inmundo por casualidad. Fue un atrevimiento. Una forma de rebelarme contra la vida y contra el aburrimiento. Parecía una taberna. La música sonaba con desgana y, al fondo de la barra, había una única mesa vacía, una mesa en la que no quedaba ni rastro de bebida, la mesa limpia que parecía esperarme. La gente bebía cerveza y hablaba en voz muy alta. Chillaban y bebían. Los hombres sobaban el culo a las parejas, les rodeaban la cintura con los brazos y escupían besos en sus escotes. Besos lascivos y sin sentimientos, un puro toqueteo que a mí me repugnaba. 

Esa visión tan extraña y llena de suciedad me asustó. Fue un instante tan solo, pero deseé no estar allí, salir corriendo, deseé que la enésima pelea con mi marido no hubiera tenido lugar, quise estar lejos, volver a mi casa, a mi esquina serena, instalarme en mi vida de siempre. En esa clase de vida que me cubre de un vacío imposible de llenar. Porque no hay otra cosa. Eso creía. 

Solo me detuvo tu sonrisa. Un algo brutal y un algo tierna. Me sonreíste desde el otro lado del bar y te acercaste a mí como un vaquero en busca de una res. Eras el personaje de una película de John Ford, un hombre duro, con el cuerpo tenso y una expresión extraña. Me sonreíste y no hablaste nada. Te bebiste tu copa de un trago y volviste a llenarla. Una húmeda gota, una tan solo, quedó prendida en la comisura de tus labios. Yo deseé bebérmela en ese instante. Me sonreíste y colocaste una de tus manos en mi nuca. Una mano grande, recia, una mano segura de sí misma. Habías bebido otro sorbo de tu whisky sin agua y tu boca tenía un sabor amargo. Fui capaz de notarlo aun sin haberme acercado todavía. 

Tu mano poderosa me acercó a ti. Con brusquedad. Sin ninguna ternura. Me temblaban las piernas. Se abrió el botón superior de la blusa blanca que llevaba y dejó entrever el tono azul oscuro del sujetador. Palpitaba. Tu mano me acercó a ti y me abriste los labios con tu boca, hábilmente, como quien sabe lo que hace. Y lo sabías. Mis labios se fundieron. Percibí un aliento agridulce y noté tu saliva. Algo tibio, algo cálido, algo helado. Separaste mis labios con tu lengua y yo no pude moverme, aprisionada, con tu mano en la nuca, muy cerca de tu cuerpo. Tan cerca que sentí todos tus músculos, cada uno de tus nervios, cada parte de ti, completamente. 

Me hubiera marchado entonces si tú no me aprisionas contra ti, si tú no aplastas mi cuerpo contra el tuyo. Si yo no hubiera notado sobre mí cada uno de tus huesos. Continuación del mío, tu cuerpo se incrustaba, me separabas las piernas, entrabas en mí a través de la ropa. Yo no podía moverme. 

Me hubiera ido corriendo a cualquier parte, pero entonces cedió la presión de tu mano, separaste tu cuerpo y yo me quedé huérfana. A esa distancia, tus manos tomaron el óvalo de mi cara y tus ojos dijeron al tiempo que tu boca: Bésame. Ahora, bésame tú. A ver cómo me besas. 

Entonces, torpemente, con mi gesto de miedo, de casada aburrida, con los ojos abiertos, con los labios tan húmedos de dolor, acerqué mi boca a la tuya y te besé una vez, otra, mil veces, me comí todos los besos que antes no había dado, me tragué tu sabor hasta las heces. Te bebí entero a través de los labios. 

Me hubiera ido en ese mismo instante. Pero entonces me subió por la espalda un espasmo, un escalofrío que antes no había notado. Me ardieron las entrañas. Y no pude marcharme. Aún te espero. 

Ahora parezco una mujer como las otras. Una mujer casada, respetable, que mira con los ojos aunque nada percibe, con el frío calado hasta los huesos. Parezco la de siempre, pero ya no lo soy. Después de aquella cita te esperé en muchas noches, te busqué en mucha gente, te soñé entre mis sueños. Tus palabras dijeron que llegaría otro día, que llegaría otra noche, que el fulgor entrevisto, que el ardor de los cuerpos, nunca podría acabarse. 

Pero no soy la misma. No has llegado. No queda amanecer. 


Comentarios

Entradas populares de este blog

"Baumgartner" de Paul Auster

  Ha salido un nuevo libro de Paul Auster. Algunos lectores parece que han cerrado ya su relación con él y así lo comentaban. Han leído cuatro o cinco de sus libros y luego les ha parecido que todo era repetitivo y poco interesante. Muchos autores tienen ese mismo problema. O son demasiado prolíficos o las ideas se les quedan cortas. Es muy difícil mantener una larga trayectoria a base de obras maestras. En algunos casos se pierde la cabeza completamente a la hora de darse cuenta de que no todo vale.  Pero "Baumgartner" tiene un comienzo apasionante. Tan sencillo como lo es la vida cotidiana y tan potente como sucede cuando una persona es consciente de que las cosas que antes hacía ahora le cuestan un enorme trabajo y ha de empezar a depender de otros. La vejez es una mala opción pero no la peor, parece decirnos Auster. Si llegas a viejo, verás cómo las estrellas se oscurecen, pero si no llegas, entonces te perderás tantas cosas que desearás envejecer.  La verdadera pérdida d

“El dilema de Neo“ de David Cerdá

  Mi padre nos enseñó la importancia de cumplir los compromisos adquiridos y mi madre a echar siempre una mirada irónica, humorística, a las circunstancias de la vida. Eran muy distintos. Sin embargo, supieron crear intuitivamente un universo cohesionado a la hora de educar a sus muchísimos hijos. Si alguno de nosotros no maneja bien esas enseñanzas no es culpa de ellos sino de la imperfección natural de los seres humanos. En ese universo había palabras fetiche. Una era la libertad, otra la bondad, otra la responsabilidad, otra la compasión, otra el honor. Lo he recordado leyendo El dilema de Neo.  A mí me gusta el arranque de este libro. Digamos, su leit motiv. Su preocupación porque seamos personas libres con todo lo que esa libertad conlleva. Buen juicio, una dosis de esperanza nada desdeñable, capacidad para construir nuestras vidas y una sana comunicación con el prójimo. Creo que la palabra “prójimo“ está antigua, devaluada, no se lleva. Pero es lo exacto, me parece. Y es importan

Un aire del pasado

  (Foto: Manuel Amaya. San Fernando. Cádiz) Éramos un ejército sin pretensiones de batalla. Ese verano, el último de un tiempo que nos había hechizado, tuvimos que explorar todas las tempestades, cruzar todas las puertas, airear las ventanas. Mirábamos al futuro y cada uno guardaba dentro de sí el nombre de su esperanza. Teníamos la ambición de vivir, que no era poco. Y algunos, pensábamos cruzar la frontera del mar, dejar atrás los esteros y las noches en la Plaza del Rey, pasear por otros entornos y levantarnos sin dar explicaciones. Fuimos un grupo durante aquellos meses y convertimos en fotografía nuestros paisajes. Los vestidos, el pelo largo y liso, la blusa, con adornos amarillos, el azul, todo azul, de aquel nuestro horizonte. Teníamos la esperanza y no pensamos nunca que fuera a perderse en cualquier recodo de aquel porvenir. Esa es la sonrisa del adiós y la mirada de quien sabe que ya nunca nada se escribirá con las mismas palabras.  Aquel verano fue el último antes de separa

La paz es un cuadro de Sorolla

  (Foto: Museo Sorolla) La paz es un patio con macetas con una silla baja para poder leer. Y algunos rayos de sol que entren sin molestar y el susurro genuino del agua en una alberca o en un grifo. Y mucho verde y muchas flores rojas, rosas, blancas y lilas. Y tiestos de barro y tiestos de cerámica. Colores. Un cuadro de Sorolla. La paz es un cuadro de Sorolla.  Dos veces tuve un patio, dos veces lo perdí. Del primero apenas si me acuerdo, solo de aquellos arriates y ese sol que lo cruzaba inclemente y a veces el rugido del levante y una pared blanca donde se reflejaban las voces de los niños y una escalera que te llevaba al mejor escondite: la azotea, que refulgía y empujaba las nubes no se sabía adónde. Un rincón mágico era ese patio, cuya memoria olvidé, cuya fotografía no existe, cuya realidad es a veces dudosa.  Del segundo jardín guardo memoria gráfica y memoria escrita porque lo rememoro de vez en cuando, queriendo que vuelva a existir, queriendo que las plantas revivan y que la

Ripley

  La excepcional Patricia Highsmith firmó dos novelas míticas para la historia del cine, El talento de Mr. Ripley y El juego de Ripley. No podía imaginar, o sí porque era persona intuitiva, que darían tanto juego en la pantalla. Porque creó un personaje de diez y una trama que sustenta cualquier estructura. De modo que, prestos a ello, los directores de cine le han sacado provecho. Hasta cuatro versiones hay para el cine y una serie, que es de la que hablo aquí, para poner delante de nuestros ojos a un personaje poliédrico, ambiguo, extraño y, a la vez, extraordinariamente atractivo. Tom Ripley .  Andrew Scott es el último Ripley y no tiene nada que envidiarle a los anteriores, muy al contrario, está por encima de todos ellos. Ninguno  ha sabido darle ese tono entre desvalido y canalla que tiene aquí, en la serie de Netflix . Ya sé que decir serie de Netflix tiene anatema para muchos, pero hay que sacudirse los esquemas y dejarse de tonterías. Esta serie hay que verla porque, de lo c

Woody en París

  Los que formamos la enorme legión de militantes en la fe Allen esperamos siempre con entusiasmo y expectación su última película, no la que termine con su carrera sino la que continúe con la misma. A ver qué dice, a ver qué pasa, a ver qué cuenta. Esperamos su narrativa y sus imágenes, creemos en sus intenciones y admiramos que vuelva a trabajar con profesionales tan magníficos como este Vittorio Storaro, director de fotografía, que dejó en la retina sus dorados memorables en otras de sus películas y que ahora plasma un París de ensueño. ¿Quién no querría recorrer este París? En el imaginario Allen tiene un papel esencial la suerte, la casualidad, aquello que surge sin esperarlo y que te cambia la vida. Él cree firmemente en eso y nosotros también. Shakespeare lo llamaría "el destino" y Jane Austen trataría de que la razón humana compensara las novelerías de la naturaleza. Allen también cree en la fuerza de la atracción y en la imposible lucha del ser humano contra sí mismo

Días de olor a nardos

  La memoria se compone de tantas cosas sensibles, de tantos estímulos sensoriales, que la mía de la Semana Santa siempre huele a nardos y a la colonia de mi padre; siempre sabe a los pestiños de mi invisible abuelo Luis y siempre tiene el compás de los pasos de mi madre afanándose en la cocina con sus zapatos bajos, nunca con tacones. En el armario de la infancia están apilados los recuerdos de esos tiempos en los que el Domingo de Ramos abría la puerta de las vacaciones. Cada uno de los hermanos guardamos un recuerdo diferente de aquellos días, de esos tiempos ya pasados. Cada uno de nosotros vivía diferente ese espacio vital y ese recorrido único desde la casa a la calle Real o a la explanada de la Pastora o a la plaza de la Iglesia, o a la puerta de San Francisco o al Cristo para ver la Cruz que subía y que bajaba. Las calles de la Isla aparecen preciosas en mi recuerdo, aparecen majestuosas, enormes, sabias, llenas de cierros blancos y de balcones con telas moradas y de azoteas co