Madre


Quiero guardar en la cocina un kilo y medio de ternura, adobada con libros de misterio y con música de copla o de piano. En el estante alto, allí donde se esconden los pasteles, el dulce de zanahoria y el arroz con leche, dejaremos estar las risas cómplices y ese borboteo incesante de la charla mientras la olla cuece con esmero la comida del día. 

En el salón la tele traerá noticia cierta de los héroes, de hombres viriles y mujeres hermosas, películas de amor y sueños vivos; y unas conversaciones a deshora te dirán que en la calle ocurren las historias más difíciles, los engaños, los odios, las mentiras, como si todo fuera un gran teatro, The Globe en pleno, en sus grises aceras. 

Luego, los dormitorios, que tú llamas alcobas, con ese hablar plagado de palabras que riman, moverán las cortinas desde el suelo y por sus ventanales correrá suavemente la brisa del levante, el fresco del poniente y la lluvia del sur. Un olor a manzana desprenden los espejos y el armario se cierra delante de los ojos asombrados de niños que quieren conocer los secretos que guarda sin saberlo.

Y después, el jardín. Llega la casapuerta hasta un espacio en el que todo es verde y todo luce. Arriates que no cesan, un naranjo, damas de noche, ariscas buganvillas, escriben un paisaje de olor que te arrebata. Subes las escaleras cuando nadie te ve, te acunas en el suelo lunar de la azotea, observas el paisaje, miras el horizonte, altos montes de sal abiertos, plenos. Y recuerdas su voz, cantando siempre. Y recuerdas sus ojos, siempre abiertos. Y siempre están sus manos, tibiamente. Doradas de silencio pero cálidas. 

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