Dime que no fue un sueño
(Mujer durmiendo. Tamara de Lempicka. 1935)
Toda la pesadumbre en su postura. La hilera de personas sentadas lo precedía. Al final, su figura se hundía como si no pudiera erguirse, de tanto pesar como soportaba. Llevaba un traje oscuro y, al acercarse ella, la tomó para sí, la abrazó fuertemente. El abrazo duró muchos minutos. Ella tenía su mano derecha en el cabello del hombre, un pelo reconocible y denso. Oscuro y mezclado con hebras plateadas, hermoso, sencillo, acogedor. La otra mano oscilaba en su espalda queriendo decirle, quizá, estoy aquí, o, tal vez, simplemente, te quiero.
Tan fuerte fue el abrazo, tanto tiempo duró que, por momentos, parecía realidad. Podía sentir su presión en la espalda, podía notar su olor, su respirar cansado, su tristeza. Era una tristeza con nombre, con sonido y con una espesa nube a su alrededor. Él no podía evitarlo, aunque lo había intentado mucho tiempo. Pero en el abrazo de ella encontró la forma de descansar, de depositar, siquiera por un instante, algo que llevaba consigo y que no sabía cómo aliviar.
Después, él la tomó de la mano, resuelto, claro, directo, hondo. La tomó de la mano y la condujo entre sillas, por un espacio indefinido, a veces blanco, a veces poblado de gentío, adonde otras personas esperaban. Gente del pasado o del presente, qué más da, pensó ella. Porque solamente podía notar el calor de su mano, su mano que aprisionó la suya por vez primera, porque nunca, nunca, había tocado sus manos antes de eso, nunca las había acariciado, nunca las tuvo a su alcance, siempre estaban lejos, inalcanzables. Antes de llegar a su destino él colocó con un gesto íntimo y casi alegre un detalle de la ropa de ella y ella se sonrió, se sintió protegida por su cuerpo y su mirada, de una manera que nunca antes había sentido, a pesar de que toda la vida buscó algo como eso.
La gente, el pasado, el presente, todo lo que no era ella y formaba parte de otro cuadro diferente, todo, miró hacia otro lado, la ignoró, la convirtió en nada. Y una niña de azul, con gesto duro, tomó un cristal del suelo y lo acercó a ella cuando intentaba besarla. Era un trozo de botella, transparente y puntiaguado, un gesto hostil, pensó, aunque no quiso darse cuenta. Así que tomó el trozo de cristal, volvió a sonreír y lo enterró, tras enseñárselo a él, en un hueco de arena que logró hacer en el suelo. Luego se preguntó si, en verdad, esa presencia enamorada era la suya y quiso que hablara, quiso escuchar su voz. Sabía que esa era la prueba definitiva, el gran secreto. Pero no hubo palabras. Y entonces despertó.
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