Un coche para dos
El primo Jaime era el más guapo
de la familia. Era oficialmente guapo. Aún lo es, aunque los años han pasado.
Conserva un precioso cabello abundante y áspero y moteado de gris. Unos ojos soñadores
color verde-mar y unas manos cuidadas y llenas de ligereza. Es un hombre
atractivo y entonces era un joven comestible. Como es diez años mayor que yo
siempre me consideró una niña y nunca me prestó la menor atención. Pero un día
la cosa cambió. Yo estaba recién divorciada de mi primer marido, aún no había
cumplido los treinta y me encontraba en un momento envidiable. Libre de las
ataduras de un matrimonio que se había revelado bastante absurdo disfrutaba de
la sensación de no tener que darle cuentas a nadie de mi vida. Así fue como el
primo Jaime me vio en un acontecimiento familiar: atractiva, feliz y dueña de
una sonrisa arrebatadora. Creo que se enamoró al instante, cuando me vio llegar con un vestido negro sin
mangas y unos pendientes largos de cristal que hacían zigzag y que brillaban
con la luz de las lámparas. Su mirada lo dijo todo: me descubrió y se preguntó
dónde había estado yo durante los años pasados. Había, eso sí, un
inconveniente: estaba casado. Pero eso para mí no significaba nada. Yo no
buscaba compromiso, sino emociones. Y estaban aseguradas con él. Todo era
subrepticio, escondido, oculto. Ese es un maravilloso estado del corazón: late
por alguien que solo tú conoces. No hay rutinas, sino sorpresas. El teléfono
sonaba y era él. Urdía cualquier plan para poder encontrarnos, a pesar de la
distancia de más de cien kilómetros que nos separaba. La distancia era un
acicate, no un inconveniente. Su coche era muy potente y su voz encantadora. A
lo lejos, lo imaginaba subiéndose a su vehículo y pensando en mí. Nos gustaba
viajar juntos. Inventábamos viajes que hacíamos en la clandestinidad más
absoluta y compartíamos momentos inenarrables, o quizás pudiera resumirlos
diciendo que hubo tanta pasión como anhelo. Los viajes en coche eran
excitantes, sí, esa es la palabra. La
sensación de estar a su lado, mientras él usaba una mano para conducir y me
dedicaba la otra totalmente…Esa sensación se recuerda por mucho que el tiempo
pase y los otoños se conviertan a veces en desconcertantes. El primo Jaime se
convirtió en Jaime y era un hombre adorable. Aquello no podía durar demasiado.
Ni yo pretendía cambiarle la vida, ni él era capaz de hacerlo. Nunca se planteó
nada más que eso: sutiles encuentros a la luz de la luna, en el restallante
mediodía o en los atardeceres frescos del verano junto al mar. Siempre pensé
que aquella relación fue una reconfortante medicina que llegó en el momento
justo. Escribir la pasión es una asignatura que nadie debería saltarse.
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