Ellas, las otras
(Spring fashion. 1953. Erwin Blumenfeld. For Vogue)
Las cuatro mujeres tenían vidas parecidas. Pero ellas eran distintas. Ahí estaba lo esencial, lo que las hacía diferentes. Esa forma de ser, más allá de las cronologías o de sus gustos cotidianos. La mayor estaba hecha al trabajo duro. Su infancia fue terrible y ella la había soportado con un gesto elegante, sin apenas darle importancia. En su vida de casada hubo desgracias que asimiló como quien tiene un pequeño tropezón al andar con unos zapatos de tacón alto. Y así, todo se le iba en gozar de la vida, en vivir aunque no hubiera ganas, aunque no hubiera tiempo, aunque nada hubiera.
Otra de esas mujeres vivía en una mentira. Fingía. Era una persona y se mostraba como otra. Ese fingimiento tenía un claro objetivo. Llamar la atención. Ella quería ser la persona mimada a la que todos cuidaran y a la que todos hicieran el mayor caso. Seguramente aquello le vino de su infancia, de su juventud, junto a una madre omnipresente que no se separó de ella ni siquiera casada. Una vida a la sombra la convirtió en un ser inútil, asustadizo, lleno de necesidades que, en realidad, eran solamente un reclamo. Pero había quien envidiaba su forma de convertirse en el centro del mundo.
La tercera mujer tenía mucho miedo. No quería envejecer. No quería enterarse de que los años pasaban. No quería saber a quienes miraba su marido de forma subrepticia. No quería conocer la realidad de otras personas más felices y más decididas. Su vida dependía de los otros, de la aprobación de otros, del sí de los demás. En ella misma no hallaba ninguna compensación, ningún desvelo. Estaba vacía la mayor parte del tiempo, hueca, insomne, plena de preguntas que nunca nadie iba a responder. La tercera mujer estaba sola aunque ella no lo sabía.
Y la más joven era diferente a todas, mucho más de lo que a simple vista podía parecer. En su universo estaban los libros, las películas, las coplas, las canciones de amor, las risas de los niños, el baile, la emoción. Todas las cosas de alrededor tenían significado y todas se escribían de una forma especial para ella, que era una soñadora sin remedio y que quería ser feliz a toda costa. Aún así, no se dio cuenta nunca de la belleza que atesoraba, de la hermosura de sus ojos o de su pelo oscuro, de su piel tan inmaculada que no tenía ni una sombra. No era consciente de su fuerza y por eso la perdió. Y sufrió por amor toda su vida. Sin saber que la amaban aunque no había palabras.
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