Ventanas
Villegas las pintó a medio vestir, desde ese interior dorado de un dormitorio. Las telas se confunden. Los colores empolvados parecen predecir la moda de años después. Las sillas, único mobiliario, son el único testigo de las miradas que recorren el exterior interrogantes. ¿Qué piensan esas mujeres que así se asoman al mundo, a la calle, quizá? Las mujeres de Villegas tienen la mirada estática, pero el movimiento de sus manos con el abanico y el batir de las alas de los trajes anuncian un volcán interior. Algo está pasando allí afuera. Algo que no podemos adivinar, salvo por la inquieta expresión de los ojos. Puede que se haya desvelado un secreto. O que una certeza dudosa se confirme. En todo caso, ellas, las mujeres de Villegas, atisban la realidad desde el corto espacio de una ventana abierta, de un balcón que no es la vida, toda la vida, pero que la muestra a la medida de lo que ellas desean.
La mujer de Carl Holsoe no mira al exterior, sino hacia dentro. La ventana es un recurso, una excusa, una fuente de luz. La claridad se cuela a través de esos visillos entornados y cruza el espacio para llegar al libro. La mujer mantiene la postura. La espalda recta que nos enseñaron. Los pies juntos, bien apoyados en el suelo, el aire digno. Lee con la convicción de que todo lo que necesita está ahí relatado. No piensa que ocurra algo fuera de ese entorno cerrado que se abre al mundo solamente un instante, un momento. Es una mujer serena, sobria, discreta. Su peinado, sencillo y sin adornos, la delata. La curva de su cuello expresa determinación y también, aunque algo desvaído, una especie de sueño que no se acaba de cumplir. Si la mujer tuviera satisfechos todos sus deseos, ese libro permanecería cerrado. Pero, al abrirlo, ella nos dice que espera todavía que las horas se llenen de una vida que ansía. Entonces quizá cambie su vestido y quizá su peinado se aligere y quizá la ventana se abra de par en par, por una vez tan solo.
Definitivamente sola. La muchacha de Dalí espera. Descorre las cortinas, desata los ventanales, separa los cristales y las contraventanas. Contempla el mar océano con la misma firmeza con que, ayer, quizá estuvo sentada junto al teléfono esperando que sonara. Y no sonó. Es un teléfono mudo para días sin sonidos. Un teléfono que no trae noticias de allende los mares. Allí, al otro lado del horizonte, se encuentra quizá una parte de su corazón que no es posible recuperar. La muchacha se acoda en el alféizar y su cuerpo se arquea. Ha soñado otra vez ese momento en que él aparece sin avisar y ella se despoja de esa ligera bata que la cubre apenas. Entonces el mar se pierde, su sonido se aplaca, solo el susurro del amor atruena en la habitación vacía de muebles, en ese reducto sin escapatoria en el que ella vive a la espera. La muchacha a la espera de Dalí contempla un infinito sin promesas. No hay ya palabras que la adornen. Eran falsas, no existían, se perdieron o, quizá, ella no las oyó. Así, en ese silencio, solo el rumor del oleaje que llega hasta la habitación convertida en un barco, hace posible que ella recupere la calma, al menos eso, una serenidad plagada de tristeza, convertida en la única compañera en un mundo ausente de noticias.
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