El pajarito de los Reyes (Magos)


Los niños de la casa sabían de cierto que, llegando primeros de diciembre, a un mes vista del cinco de enero, se irían cerrando misteriosamente los cajones y las puertas del gran ropero que estaba en la alcoba de los padres. Un día se cerraba un cajón, otro día otro, más tarde una de las puertas del altillo, y así, sucesivamente, todo el armario quedaría clausurado, imposible de traspasar y de acceder al interior. Si, en alguna ocasión, los niños atisbaban que la madre trasteaba por allí, se organizaban vigilancias para intentar descubrir algo del contenido. Se escuchaban los ruidos con suma atención y hasta se elaboraban trucos para lograr el objetivo: conocer qué había dentro de ese gigantesco mueble oscuro que ocupaba una pared entera de la habitación. 

A la niña esa habitación le parecía un paraíso. En la cómoda, que tenía tres cajones alargados, unas patas torneadas y un cristal sobre la superficie, se podían hallar toda clase de artilugios, cajitas, un cepillo del pelo, algunas fotos, un cestillo con una mañanita rosa que la madre usaba y algunos adminículos de belleza, incluida una crema para las manos y unas cuantas barras de labios, todas rosa pálido, el único color que la madre se permitía. 

A un lado de la pared estaba el gran ventanal, un cierro de hierro forjado pintado de blanco, casi a ras de suelo, con sus visillos transparentes y sus cortinas claras. Los cristales se oscurecían con unas contraventanas de madera y un pequeño escalón interior lo separaba del nivel del suelo. En ese escalón se sentaba la niña muchas veces a leer y, sobre todo, a oír pasar la gente por la calle. Le gustaban las conversaciones improvisadas que iban asomando por las rendijas de la ventana. Le gustaba el ruido de las pisadas. Le gustaba la gente. Cuando estaba triste, ver y oír a esa gente le producía un enorme consuelo. La niña quería estar siempre en la calle y, cuando no podía, este era el lugar en el que sentía la vida latir. Era una niña de exterior. 

A veces, cuando la ventana se entreabría y soplaba el viento de levante, se movía la gran araña que colgaba del techo. Una lámpara enorme, llena de pequeños cristalitos que hacían música, la música más extraña que escucharse pueda, pero a la que la niña encontraba sentido y convertía en pentagrama. Todas las canciones que cantaba la niña llevaban ese acompañamiento dulce y tintineante de la lámpara y sus cuentas de cristal. 

En esa habitación mágica estaba el pajarito de los Reyes Magos. No se le podía ver porque era invisible. Se trataba de un emisario que, empezando diciembre, los Reyes mandaban, a modo de adelantado, para supervisar el comportamiento de los niños de la casa. Así, todos sabían que esa súper vigilancia tenía un efecto demoledor: quedarse sin juguetes. No había ocurrido nunca, pero, ay, no estaban libres de que pudiera pasar algún día. Por ejemplo, aquella vez en la que uno de los niños, bastante glotón por cierto, se zampó un flan con galletas entero, uno de esos que se hacen para poder sacar luego al menos seis raciones. El niño se dio cuenta amargamente de su problema cuando la madre le advirtió que estaba en un tris de ser despojado del barco pirata de los Click de Famobil que había pedido. Y perder el barco pirata por comer flan, decía la madre, era muestra de una solemne estupidez supina. Porque la madre solía adornar los sustantivos con dos adjetivos al menos. 

Otra vez, el pajarito de los Reyes tuvo un enfado descomunal con todos los niños de la casa. La madre había salido a hacer un recado y, cuando volvió, se encontró con que "alguien" había intentado abrir el armario de los secretos. Por supuesto, informado el pajarito la cosa pudo haber llegado a mayores, porque, como decía la madre, si un armario está cerrado es por un motivo (ella dijo por un indiscutible y verdadero motivo). Con la niña el problema estaba en las horas de comer. A la niña la comida no le interesaba lo más mínimo, entre otras cosas porque hacía que perdiera tiempo para lo que, de verdad, le gustaba: dar saltos por la calle, bailar en la azotea, leer libros, dibujar una casa roja con la chimenea torcida, escribir historias, hacer teatro en el patio delante de los niños más pequeños y las amigas de la calle, peinarse la larga melena al sol o pensar. Pero el pajarito de los Reyes, según la madre, fue taxativo, o la niña comía o se quedaba sin regalos, porque en esto los monarcas eran muy meticulosos. 

Así, durante muchos años, todos los años en los que aquellos niños fueron niños, y aún cuando crecían y tenían el privilegio de conocer directamente al enviado de los Reyes, el pajarito fue un eficaz portavoz para algunos y un chivato de mil demonios para otros. Para todos, una presencia invisible; una mirada constante para sus travesuras; una realidad que no tenía motivos de duda. Un año llegó, no hace demasiado tiempo, en que el pajarito dejó de llegar a esa habitación enorme y llena de objetos hermosos. Justo el año en que el último niño de la casa contó que había podido hablar con él. Al fin. 

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