"Quemar los días" de James Salter
James Salter (Nueva York 1925-2015) escribió este único libro de Memorias que se publicó en 1972, cuando contaba 72 años. Su prestigio entre los grandes escritores norteamericanos contemporáneos se basa en un número exiguo de obras pero, de tal envergadura, que está plenamente justificado. Si has leído a Salter no lo olvidas. Su estilo es reconocible, sus temas también y su estructura literaria, única. Quizá lo que más atrae a los lectores es su prosa depurada, cuidadísima, acertada y precisa. Una palabra para cada idea y para cada concepto. Y, cuando la palabra no es suficiente, entonces aparece el silencio, tan elocuente como ella. Silencios y palabras forman un universo particular al que podemos acceder con la lectura de algunos de sus libros. Recuerdo la impresión que me causó leer "Juego y distracción" su tercera novela, de 1967. Algunas de sus descripciones, en particular un viaje por el territorio francés, quedan en mi memoria como testimonios únicos de las sensaciones que sentimos al hallar un lugar que reconocemos como nuestro. La sexualidad, la vida amorosa, el encuentro de los amantes, el deseo, todos estos aspectos de la vida íntima de los seres humanos aparecen narrados con una belleza, una delicadeza y un tino tan difíciles como inusuales. "Años luz" fue la obra que siguió a la anterior y reafirmó la fe de los lectores en que teníamos ante nosotros a un escritor de una pieza, a un hombre insobornable en su estilo, en su mirada única y diferente sobre la realidad. Por su parte, los relatos de Salter, reunidos en dos libros "Anochecer" y "La última noche" son cuentas de un collar riquísimo, eslabones de un cierto sentido de la vida, de una manera de estar en el mundo en la que son impensables la mediocridad o el desprecio a la vida más plena.
Tengo a mi lado "Quemar los días". 446 páginas incluyendo un índice onomástico que sirve de ayuda en esta profusión de nombres y de sitios. Memorias en forma de novela. Novela memorialística si se quiere. En todo caso, vida, esa palabra, ese concepto que vuelve a nuestra mente al hablar de Salter, sin dudarlo. Su peripecia vital es asombrosa. Desde las aulas de ingeniería en la academia militar de West Point hasta las Fuerzas Aéreas, de ahí a los combates en aviones de caza en la guerra de Corea. No solamente fue escritor, también periodista, guionista y director de cine en Hollywood. Una especie de "nuevo humanismo" que nos recuerda a otros grandes, tocados con la varita mágica del talento. Un talento irreprochable, una capacidad innata pero adobada por el trabajo diario, en el que creía firmemente. Por eso revisaba sus novelas y pocas veces consideraba que estaban acabadas.
Algunas ciudades pasan por estas páginas y en ellas bullen con sus colores propios, sus gentes, su movimiento, su perfil: Manhattan al principio, la ciudad de Nueva York en plenitud, luego, París y Roma, mitos. El autor es un hombre que no quiere ocultar nada, que quiere comunicarnos, casi con inocencia, aquellas pasiones que le son más queridas, las únicas, las que alentaron su existencia: Europa, a la que amaba como buen americano; las mujeres, a las que rendía culto, como un hombre solitario; la literatura, su destino sin remisión ni causa. Feliz observador, gran retratista de personas y territorios, elegante en su planteamiento, fino diseccionador de emociones, gentil con todos aquellos que fueron parte de su vida, compasivo, generoso y dúctil, Salter no desperdicia la ocasión de mostrarnos su vida desde el punto de vista de entenderlo casi todo, incluso lo que nunca debió existir o lo que él hubiera borrado si pudiera. Este es un narrador de una pieza, un escritor de cuerpo entero, una lectura ineludible.
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